Aunque
hace mucho tiempo que no vive en el pueblo, cuando viene y se encuentra con el Grégor, inmediatamente —es automático—,
Doble-A
se lleva la mano derecha al bolsillo del pantalón y la mueve en su interior de
manera ostensible, en un simulacro de lo que, acusadoramente pero en broma,
dice que hacía el otro con mucha frecuencia en su infancia.
Y
es que... una modalidad peculiar de onanismo, frecuente en algunos chavales de
entonces, era la practicada a través del bolsillo del pantalón. Y en este tipo
de manipulación —«digitación»— a través del bolsillo hubo entre nosotros un protagonista famoso, todo un campeón:
el Grégor,
tan aficionado que, por más que su madre se los arreglaba continuamente,
siempre llevaba agujereados los forros de los bolsillos de sus pantalones, el
derecho sobre todo, porque nuestro amigo era diestro, muy «diestro» para estos
asuntos.
Y
no era el único. Repasando mentalmente los nombres y las caras que retengo de
los chiquillos que conocí, no puedo sino concluir que el Grégor no era el único pajibolsillero,
pues otros zagales de entonces andaban (puedo asegurar que no tengo que
utilizar la primera persona del plural, no me importaría hacerlo) con ese mismo
problema en los forros de los bolsillos de sus pantalones, y con el mismo o
parecido resultado siempre: por lo menos uno de ellos, según el niño fuera
diestro o zurdo, iba casi
perennemente agujereado, efecto causado en la tela del forro del bolsillo, ya
lo hemos adelantado, por una habilidosa manipulación genital desde el interior
del mismo; tú, desde fuera, mirabas y «veías», aunque no directamente, la mano
dentro del bolsillo pertinente, y sabías, ¡vaya si lo sabías!, de qué iba el
asunto.
Iba con un amigo y le dije: «¿Para qué se habrán
inventado los bolsillos?». Y él me dijo: «Pa
rascarse los cocos, huevón». (Roberto Merino, en Guerriero, Leila: «Roberto Merino: la
vida sin énfasis». Entrevista al escritor chileno en Babelia-El País,
07-12-2017).
Pues
bien, el Grégor, el non plus ultra de estos
prestidigitadores bolsilleros, entre nosotros el más famoso en estos
menesteres, todavía hoy se defiende —¡a ver qué puede hacer!— de esa acusación
que le hacen algunos de quienes de niño lo conocieron bastante bien. Pero su
defensa no se sostiene, pues su argumentación es débil: «¡sí, el mochuelo me lo
cargo yo!», dice, como enfurrunchao,
añadiendo que él no era el único. Utiliza, como muchos políticos, un típico
argumento infantil, la excusa de la persona que cree que la culpabilidad de
otros la libera a ella de la suya.
Bueno...
pues cada vez que muy de cuando en cuando lo ve su amigo Doble-A lo hace
sonrojarse imitando el movimiento que tantas veces —dice este— lo vio hacer de
niño, un recordatorio de movimiento que, en el momento culminante, el de la
simulación del clímax, termina incluyendo, además de la temblorosa mano
introducida en el bolsillo, una vistosa y algo exagerada doblada también
temblorosa de la pierna derecha hacia el interior.
«¡Sí,
el mochuelo me lo cargo yo!», insiste lamentándose el Grégor.
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