Justo ahora, a mediados de marzo, precisamente el día quince, se han cumplido cincuenta años desde el estreno en 1972, en Estados Unidos (a España llegaría meses después: el veinte de octubre), de la primera parte de una de las obras cinematográficas más grandes de la historia del séptimo arte, la de El padrino, de Francis Ford Coppola. Tenía yo entonces veintiún años y, tras unos cuántos extraviado, en barbecho, me hallaba en plena tarea de enderezar mi torcida vida de estudiante.
Pasados muchos años, después de haber visto varias veces, desde sus respectivos estrenos, cada una de las tres partes de la trilogía que integra esta monumental obra maestra, volví a ver las tres películas, más algún material extra sobre su rodaje, en un auténtico maratón de un solo día (en este orden: El padrino, El padrino II, El padrino III y, por último, el material extra).
Son muchas horas de visionado, pero para mí resultó todo un acontecimiento, una experiencia que, desde entonces, he recomendado en más de una ocasión a quienes he considerado amantes del buen cine.
Mejor aún si se hace en un lugar cómodo, con buenos medios —ahora los hay magníficos— y acompañado por gente que aprecias y con la que compartes gustos cinéfilos; en mi caso lo hice en mi casa —imposible más cómodo—, ante una pantalla decente y acompañado de la familia y un par de amigos.
Y todavía mejor si para ese mismo día se programan —como también se hizo en mi caso— una buena comida —con siesta incluida— y una buena cena, y se disfrutan ambas acompañado igualmente de las personas que comparten contigo esa experiencia única, añadiendo, además, algún paseo que, intercalado a piacere entre el visionado de las tres películas y los extras, permita estirar las piernas y compensar las muchas horas de expectación sedentaria.
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