Se llamaba Felipe, pero, supongo que debido a su gran envergadura física —alto y recio: un tiazo—, o quizás por su fuerza muy por encima de lo común, o posiblemente por ambas razones asociadas, aquí en el pueblo era más conocido como el Felipón.
Aunque, cuando lo miraba, veía lógico el apodo utilizado, y me parecía normal que así fuera llamado, de muy joven no lo entendí bien. Fue después cuando caí en que ese aumentativo de su nombre terminado en «–ón», ese indicativo de tamaño grande que pasó a ser su apodo, suponía un indicio claro, no solo de su aspecto, de su gran tamaño, sino también de su mucha fuerza, que por aquellas fechas quedó demostrada en reiteradas ocasiones, sobre todo durante sus años jóvenes. Así que, con el tiempo, visto lo visto y oído lo oído, terminabas considerando su apelativo de una lógica aplastante, de cajón, lo miraras por donde lo miraras, porque el Felipón era… eso: muy grande y muy fuerte.
Cojeaba algo, muy poco, de una pierna (mi mente joven lo creía producto de alguna de sus hercúleas aventuras), y tenía un ojo escurrío —así se decía—, el derecho, del que llevaba caído el pliegue inferior del párpado, como descolgado, dejando ver su rojizo interior, algo que a mí, sobre todo al principio, me producía un poco de repulsión. Después, cuando me lo encontraba siendo yo algo más mayorcico, ese ojo me recordaba el estado en que, tras una paliza, le dejan el suyo al personaje que interpreta Marlon Brando en La jauría humana.
Se contaba en el pueblo que el Felipón tenía tanta fuerza que, una vez, camino del duro trabajo en aquella rudimentaria agricultura de entonces, cogió el arado con el que iba a labrar la tierra, se lo echó al hombro, montó en su bicicleta y... ¡a la huerta! También escuché decir que en otra ocasión se había echado la burra a los hombros para pasar con ella el merancho.
Y, ¡claro!, a un hombretón como él le podía ocurrir algo tan exagerao como lo que contaré a continuación. En aquellos años no se utilizaban —no había— clínex, no como ahora; era habitual entonces el uso de pañuelos de tela, de los cuales, los de hombre eran de tamaño grande (un cuadrado de unos 40 centímetros de lado), mientras que los de mujer y los de niño eran bastante más pequeños y, muchas veces, más finos y delicados. Y era sabido en el pueblo —así lo escuché más de una vez—, que nuestro personaje necesitaba varios moqueros (moquero: 1 m. Pañuelo para limpiarse los mocos, según el diccionario de la Real Academia Española), dos de estos pañuelos como mínimo, cuando iba con la novia al cine.
Trataré de aclarar esto último. Antes, en aquella vigilada sociedad sometida a tanta represión —años cincuenta y sesenta del pasado siglo—, estaba bastante generalizado el que, cuando se iba al cine con la novia, se iba a lo que se iba además de a ver la película (no todo el mundo, claro está); y nuestro personaje, según se contaba, llegado el momento cumbre de «eso» a lo que se iba también al cine además de a ver la película, «tenía unas venías mu fuertes» y... pues... «eso»..., que «eso» mismo —sus consecuencias, mejor dicho— había que contenerlo de alguna forma, y… ¡claro!, con un solo moquero no era suficiente.
¡Brutal! A felipón lo conocí yo. No era el único con esas prácticas.
ResponderEliminarGenial, qué bien descrito y que buen recuerdo.
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