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viernes, 23 de julio de 2021

En carro (y 2)

El carretero transportista era conocido en el pueblo como el Rojo [de] las peras (aquí, para los apodos, no se suele utilizar esa preposición que he encerrado entre corchetes), un hombre de piel y pelo rojizos —por ello, supongo, lo de «Rojo»—, cuya cabeza, despoblada de cabello en la parte superior, recuerdo casi siempre cubierta con una gorra. El Rojo las peras (ahora sí, sin la preposición, como debe ser) siempre me cayó muy bien, pues era una persona de buen carácter, muy bromista; era incluso algo payaso, con un perenne buen humor que, a mí, de crío y también después, de joven, me alegraba mucho la vida, haciendo que me sintiera a gusto junto a él. Todavía, tras tantos años pasados, si escuchara ahora su voz (su timbre, su manera de hablar...) creo que sería capaz de reconocerla sin dificultad alguna.

En aquel mi primer viaje a Torrevieja, a lo largo de todo el trayecto, me fui fijando en algunos detalles para mí entonces curiosos. Debí dormir poco. Echado bocarriba en el carro, los ojos bien abiertos, observaba el cielo de aquella noche estival que en mi memoria aparece limpia y estrellada; y cuando pasábamos por alguna población importante (recuerdo, concretamente, la de Orihuela), veía aparecer de vez en cuando en lo alto, en intermitente llegada regular, algunas farolas de luz amarillenta bastante distanciadas entre sí.

Me fijaba también, y esto me chocó mucho, en cómo el carretero, el Rojo, a lo largo del viaje, recorría buena parte del camino andando junto al varal derecho del carro, al que, de vez en cuando, levantando la pierna izquierda y dando un pequeño salto, subía el culo como de medio lado, y así descansaba de la larga caminata a intervalos periódicos más o menos regulares.

Pero no acabé el recorrido en el medio de transporte en que lo había comenzado, pues a la mañana siguiente, mi hermano, que había llevado muy temprano a mi madre en la Vespa desde el pueblo hasta Torrevieja, tras dejarla allí, volvió hasta donde íbamos los del carro —ya pasado San Miguel de Salinas— y me recogió a mí, el pequeño de la familia, para llevarme en la moto y dejarme poco después con mi madre en el pueblo playero. 

 

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