SECCIONES

viernes, 2 de julio de 2021

La nevera

En casa de mis padres, en la más lejana por mí recordada (con el tiempo se iría modificando y ampliando), el artilugio más remoto en mi memoria encaminado a refrescar algunos alimentos, aunque limitado a unos pocos, fue el cubo del pozo, el pozal, en el que se metían la botella del agua, la del vino, alguna fruta…, se bajaba con la cuerda y la polea —aquí llamada garrucha— y se introducía en el agua del pozo para que se refrescara su contenido.

Después llegaron, en absoluto reñidas con el uso del pozal, las fresqueras (a modo de jaulones de madera con una envolvente celosía de plástico de color verde), dentro de las cuales, en distintas lejas, se colocaban algunos alimentos para mantenerlos a temperatura ambiente y protegidos de los insectos. Dentro de la fresquera podías ver algún trozo de queso, uno de morcón, una longaniza… refrescados solo por el aire que corriera —si corría— por las dependencias de aquel hogar.

Con los años, aunque mucho antes todavía del primer frigorífico, llegaría una revolucionaria nevera —creo que de segunda mano— que causó sensación entre los miembros más jóvenes de la familia, en mí en el que más. Era una nevera porque enfriaba con nieve, con un trozo de barra de hielo que colocábamos en un apartado que tenía en la parte superior (en el espacio que después ocuparía el congelador de aquellos primeros frigoríficos de un solo cuerpo), un trozo de hielo que yo tenía que comprar cada mañana en la fábrica que había en el pueblo, situada frente a la casa de la señorita Mercedes, la más distinguida de la localidad, una mansión que con el tiempo pasó a ser la sede del ayuntamiento.

Me acuerdo de que anteriormente había ido ocasionalmente a comprar hielo a casa de don Sebastián, que lo tenía en un cuartucho del patio entre cascarilla de cereales y tapado con sacos vacíos.

Lo que mejor recuerdo de aquella nevera es que tenía, en el lateral exterior de su izquierda —tu derecha según mirabas—, un grifo conectado con un pequeño depósito interior, que abastecía de agua fría a los miembros de la familia, a los niños sobre todo, que éramos los que más lo utilizábamos. El grifo, un tubito metálico de unos doce o quince centímetros de longitud y un poco curvo en la punta, cuando estaba cerrado apuntaba hacia arriba, completamente vertical, y cuando querías abrirlo tirabas de él hacia ti y lo girabas hasta colocarlo horizontal, totalmente paralelo al suelo; entonces su extremo —con su curva apuntando hacia abajo— te premiaba con un chorrito de agua fría que caía en el vaso que tenías preparado en la otra mano.

Cierto que había que comprar diariamente el hielo y estar rellenando constantemente el depósito del agua, pero merecía la pena: ¡agua fría!

 

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