En
Murcia, en la calle Simón
García, muy
cerca de la plaza de toros, estaba la sede principal de la Compañía
Martínez, la de los coches de línea que cubrían el recorrido entre
el pueblo y la capital. Allí se encontraban la oficina de
administración de la empresa y la taquilla de expedición de
billetes a los viajeros; y fuera, en la calle, delante de aquel
local, junto a la acera de enfrente, estaba el lugar de salida y
final de trayecto en Murcia de aquellos autobuses de entonces, que
allí llegaban y de allí salían con regularidad, cada media hora
más o menos.
Y en la
taquilla de aquella oficina, despachando billetes a los viajeros a
través de una ventanilla (un huequecito horadado en un translúcido
cristal esmerilado de gran superficie), encontrabas a Mercedes,
una simpática —siempre sonriente— y muy callada chica rubia de
piel clara que, huérfana desde pequeñita, había sido «acogida»
por las monjas del convento del Amor de Dios que había en Santomera.
(Sus hermanos —otra niña, Rosario, también en las monjas en un
principio, y tres niños, Antonio, Basilio y Paco— fueron
igualmente arrecogíos
por
distintas familias del pueblo, una por cada hermano).
A Mercedes, a la que supongo
una muy dura infancia (más o menos como la de cada uno de sus
hermanos), no sé si a pesar de ello o precisamente por ello, pues
después vinieron mejores tiempos, la recuerdo, en ese mejor después,
siempre de buen humor, perennemente sonriente, pero con una sonrisa
triste, como acomplejada, conformista.
Llegó a ser muy amiga de mi
hermana, y días enteros, con sus noches, con permiso de las monjas
que la acogieron, los pasaba en mi casa, donde hacía vida como un
miembro más de la familia, y en donde la podías encontrar sobre
todo en fechas señaladas: acontecimientos familiares destacados,
días de fiesta, salidas a la playa en verano...
Con el tiempo, cuando dejé de
utilizar los coches de línea para desplazarme a la capital, le perdí
la pista, y durante años apenas me la encontré alguna vez por
Murcia, siempre
sonriente, bondadosa…, aunque, ya lo he señalado, de pocas
palabras... tímida.
Posteriormente
supe que se había casado, que su vida seguía y que al parecer le
iba bien, pero no dónde ni cómo vivía, y ya no la volví a ver ni
a saber nada de ella… hasta que, bastantes tiempo después, en el
año dos mil, recibí la atroz noticia de que su hijo, de dieciséis
años, la había matado con una catana: a Mercedes, a su marido y a
una hija pequeña de ambos.
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