Creo que
es el primero, mi recuerdo más lejano en el tiempo. Transcurre el
año mil novecientos cincuenta y pocos, y yo tengo esos pocos años
de la década iniciada. Ando en casa de mis padres, en su dormitorio,
donde acompaño y «ayudo» a la moza de la casa, que está
arreglando la habitación. (Durante mi infancia siempre hubo alguna
moza sirviendo en casa de mis padres.)
Antonia,
que es el nombre de esta mujer, está haciendo la cama en el momento
exacto cuya imagen visual todavía, tantos años después, viene a mi
mente de vez en cuando. Y yo, muy pequeño, mientras espero a que
haga la cama, que es en lo que más me gusta «colaborar», juego a
su alrededor, ajeno al mundo exterior a
mi entorno de
la casa paterna, totalmente ajeno a lo que me espera, a lo por venir,
feliz en mi reducido, sosegado y rutinario presente.
En la
habitación, al otro lado de la cama (imagen nítida aunque
silueteada, pues recibe la luz de la ventana que tiene detrás), mi
madre está junto al pequeño armario ropero de dos cuerpos,
guardando alguna prenda de vestir puesta para la ocasión de la que
viene, y viene de la peluquería, de hacerse la permanente, un rizado
de pelo hecho, como su nombre indica, para permanecer durante mucho
tiempo, para durar.
Tengo
miedo y me escondo detrás de Antonia, me agarro a sus piernas, saco
la cabeza por un lateral y me asomo para mirar con desconfianza, con
temor. ¿¡Con desconfianza!? ¿¡Con temor!?... Pero... ¿miedo de
qué?, ¿¡de mi madre!? Pues sí, miedo de mi madre, a la que con el
nuevo aspecto
no reconozco como
tal: me la han cambiado, no tiene la misma cabeza, la misma cara: ¡NO
ES MI MADRE!
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