Las tardes de los días festivos —domingos
y fiestas de guardar—, una rechoncha mujer de talla mediana tirando
a pequeña, de cara redondeada —ancha y mofletuda— y un empinado
y piramidal moño casi diminuto de pelo muy negro en lo alto de la
cabeza, saca a la calle su puesto, que consiste en una sencilla mesa
cubierta con un mantel blanco, limpio y tieso, como almidonado. Va
vestida de oscuro pero con un muy limpio y bien planchado —como el
mantel de la mesa— delantal blanco que le sube al pecho a través
de un peto que la mujer ha prendido con imperdibles a la tela de su
vestido.
Sobre el
mantel se pueden ver, bien expuestas a la mirada de quien por allí
pasa, algunas «golosinas» que encandilan a los niños, todas ellas,
o casi, de factura casera, elaboradas por la propia señora con
materias primas de fácil adquisición aun en
tiempos de penuria,
como algunas manzanas rebozadas de brillante caramelo de color muy
rojo, unos cuantos puros —barritas alargadas— también de dulce
caramelo rojo, una corona de tiernas pipas de girasol para vender por
trozos que la mujer corta con un cuchillo casero in
situ según pecunia
a gastar por la pequeña clientela, y también, en un montoncito,
pipas con sal tostadas al horno —debe de tener uno moruno en su
patio—, que se venden a granel, por «medidas» que se sirven con
un diminuto cacillo de hojalata con asa, un recipiente que la señora
llena y aboca directamente en las manos del cliente o, mejor, en
alguno de sus bolsillos, tantas veces como reales esté dispuesto a
gastar.
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