La chispa que hace brotar los
recuerdos en la cabeza del escribidor, poco a poco, encadenados, es
un reciente encuentro mañanero con un trabajador todoterreno que, en
los años de mi infancia y juventud, fue cobrador y después también
chófer en los coches de línea de la Compañía
Martínez, la que
durante aquellos años cubría el trayecto de Santomera a Murcia, ida
y vuelta, un recorrido con muchas paradas intermedias que se
convertía en el colmo de los colmos de la pesadez cuando el trayecto
incluía desviarse y pasar por El
Esparragal.
Las paradas que a lo largo de
su recorrido hacían estos destartalados coches de línea (el 36, el
45, el 49...) estaban situadas en lugares fijos del
itinerario, en
los que se colocaba la gente que quería subir y viajar en ellos
(todavía
no los llamábamos autobuses: para todo el mundo eran, como he dicho,
«coches de línea»). El conductor veía a esa gente parada en la
parada, y paraba, detenía el vehículo para recogerla. Si no había
nadie esperando en el lugar previsto,
el chófer solo detenía el coche para que pudiera bajar allí algún
usuario, y paraba si se lo indicaba
alguien, por ejemplo dicho usuario, o, más a menudo, el cobrador,
que era quien sabía si alguno de los viajeros que habían subido
antes al vehículo tenía que bajar en ese lugar; y lo sabía porque
era él quien había expedido el billete en cuestión al viajero,
sacado de una cajita metálica que llevaba dentro de una muy
manoseada cartera pequeña de cuero sujeta con una correa a la
cintura o, con más frecuencia, colgada cruzada del hombro, con
la que recorría el vehículo una vez tras otra,
y en la cajita metálica portaba unos taquitos de pequeños tiques de
distintos precios, según el recorrido a realizar.
El aviso del cobrador al
conductor para indicarle en qué paradas debía detenerse cuando
algún viajero tenía que bajar no era a través de timbres ni otras
modernidades que tardaron en llegar; solía hacerse verbalmente, con
un sonsonete cuasi musical, cuya parte literal estaba formada por el
nombre o apodo del conductor seguido de la expresión «para en la
próxima» (en vez de «la próxima», se podía escuchar el nombre
de la parada en concreto: por ejemplo, «para en La
Gloria»); así que
frecuentemente el sonsonete quedaba como: «fulano, para en la
próxima».
Recuerdo, siendo niño, ver con
frecuencia llegar al final de su trayecto en el pueblo a estos coches
de línea, pues mi casa estaba justo enfrente, a menos de veinte
metros, de donde daban la vuelta para marchar otra vez a la capital;
a veces, y ello llamaba mucho mi atención, llegaban con gente
sentada en una gran baca que se extendía por todo el techo del
vehículo, lugar que se solía ocupar cuando el interior ya lo estaba
hasta los topes, y lo estaba sobre todo cuando en la capital se
celebraban determinados acontecimientos festivos que resultaban muy
populares y, por tanto, muy concurridos: la feria de septiembre, los
toros, el bando de la huerta... En esos días, los
coches de línea...,
ya digo, de bote en bote, incluso la baca.
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