Me gustan mucho los
diccionarios; los tengo en abundancia, sobre todo de las materias que
más me interesan. En las baldas de mis estanterías hay bastantes de
música —de los que más—, unos cuantos de la lengua española,
unos pocos de distintas lenguas extranjeras, algunos de las hablas
murcianas...; también los tengo de arte, de historia, de política,
de geografía, de mitología, de filosofía, de términos
filológicos... y otros cuantos menos usuales, digamos... peculiares.
A lo largo de mi vida he
comprado tres veces, en papel, el Diccionario
de la Lengua Española,
de la Real Academia (de las academias de la lengua española, habría
que decir ahora); evidentemente se trata de ediciones distintas (de
1970, 1992 y 2001). Ahora ya no lo compro, pues prefiero consultarlo
en línea, que para mí es más cómodo y, además, siempre está
actualizado: ventajas de Internet.
Hace ya casi cincuenta años y
todavía recuerdo (creo que nunca la olvidaré, aunque no retengo las
circunstancias con detalle) mi primera compra del prestigioso
diccionario académico (decimonovena edición, 1970; lo estoy mirando
ahora mismo pues lo tengo a la vista en la estantería en que lo
conservo); y pienso que no se me olvidará nunca aquella compra
porque en mi memoria aparece asociada a una bronca con mi padre,
precisamente por haberlo comprado, por haber hecho tan ¿¡descomunal!?
gasto, por haber realizado tan mala «inversión»,
como él consideraba entonces —y siguió haciéndolo después,
mientras vivió— mis compras de libros, que solo a veces reconozco
excesivas.
Tras
darle muchas vueltas al asunto, y merodear unas cuantas veces por sus
grandes mesas repletas de libros de todo tipo (había que pensárselo
muy bien para decidirse), lo compré en Aula,
una librería cercana
a la Universidad (lo que ahora es el Campus de La Merced y entonces
el único que había en la Universidad de Murcia). El precio que
pagué —no estoy muy seguro, pero hay cosas que se quedan marcadas
en el cerebro— fue de mil cien pesetas, un precio alto para la
época, desde luego, pero, a pesar de ello, siempre me he sentido
—entonces y después hasta ahora— muy orgulloso con la posesión
de tan magnífico tocho encuadernado en piel que mi memoria me dice
que es de vaca (debí
de leerlo en algún sitio entonces o con posterioridad; ahora no sé
apreciarlo y tampoco es que me interese mucho, la verdad).
No hay vez que lo mire y no me
acuerde del atranque que tuve con mi padre, pues, ya digo, en mi
mente van asociados los dos acontecimientos. Después me he
preguntado muchas veces si de verdad hubo motivo para aquel choque.
¡Sí, vale, de
acuerdo!, mil pesetas entonces era bastante dinero, pero ¿y el
verdadero valor de la obra adquirida?: la compra lo merecía, para mí
era —y el tiempo me lo ha confirmado— de obligada posesión.
Si, Pepe, son joyas cargadas de historia y anecdotas. Ahora ya, piezas de coleccionista.
ResponderEliminarDesde luego, Mariano, para mí ese mi primer diccionario de la Real Academia Española fue, y sigue siendo, una joya.
EliminarUn saludo.
La posesión, palabra que tengo en candelero en este momento en mi blog, de lo amado es muy importante cuando se trata de una cosa, un diccionario, en este caso. Y lo es porque, en aquel momento, tocar sus hojas y poder aprender cada vez más era una obsesión para quienes no habíamos tenido oportunidad de poseer, con anterioridad, libros que nos ayudasen a satisfacer nuestro afán por saber. Bien empleadas mil cien pesetas que podrían ser, hoy, una buena cantidad de €. Enhorabuena. Un abrazo, Pepe.
ResponderEliminarLa compra de libros es una de las cosas que más me gustan en esta vida, incluso cuando me paso de rosca, cosa que ocurre de vez en cuando.
EliminarGracias, Antonio, un abrazo.