Muchas veces, cuando estaba
oficialmente en activo (me refiero a antes de la jubilación, porque
activo estoy todavía, y bastante activo), pensaba que hay días en
los que es de agradecer una tarde de obligada estancia en casa, sin
poder salir o con dificultades para hacerlo, una tarde que entonces
imaginaba desapacible: de frío, de viento, de lluvia…; tenía la
idea de que una tarde así —mejor más de una, por supuesto— me
vendría bien para dar un buen avance a cualquier apetecible lectura
que tuviera entre manos.
Y he leído
alguna vez que
para enfrentarse a la lectura de determinada obra (refiriéndose a un
buen tocho)
vendría bien un resfriado, una gripe o qué sé yo, queriendo
indicar con ello que hace falta disponer de mucho tiempo, bien sea en
la cama, en el sofá, en un buen sillón..., pero..., ¡claro!, sin
malestar, sin dolores o excesivas molestias, o preocupaciones.
De joven
—veintipocos
años—, casi recién comenzado mi trabajo como docente, padecí una
hepatitis que me mantuvo tres meses en cama, aunque sin dolor alguno,
sin molestias de ningún tipo; el médico especialista me advirtió
de que lo más importante que tenía que hacer era guardar «reposo
absoluto», además de llevar unas pautas estrictas en la
alimentación (decir no a las grasas y a la sal, pero sí al azúcar,
a los dulces), y, por la posibilidad de contagio, seguir otras
observaciones también estrictas de relación con los demás, como la
ausencia de contacto físico directo con ellos y el que mi ropa y mis
cubiertos fueran tratados aparte de los de mi familia.
Aquel período de tiempo me fue
muy útil, porque los tres meses de obligado reposo que comprendió
propiciaron mi «despegue» en la lectura, a lo que contribuyó el
que en aquellas fechas ya se publicaran en nuestro país, aunque con
problemas de censura, interesantes revistas, como Triunfo,
Cambio 16,
Cuadernos
para el Diálogo
y la entonces más reciente
—acababa
de iniciar su andadura— Tiempo
de Historia, del
mismo grupo editorial que Triunfo.
También, aunque no tenía mucha información todavía al respecto,
comencé a leer novela en serio, con intención, no cualquier cosa.
¡Qué pena no haber tenido entonces a mano mejores obras! Recuerdo
de aquellos días Los
cipreses creen en Dios,
de José María Gironella, un tocho de casi novecientas páginas, el
primero de una trilogía —terminó siendo tetralogía— famosa en
aquellas fechas. Además escuchaba la radio sintonizando Radio
España Independiente,
más conocida como La
Pirenaica, de la que
me atraía el morbo transgresor de su oposición al régimen
dictatorial franquista.
Desde entonces, sobre todo
cuando el exceso de trabajo no me ha dejado tiempo suficiente para la
lectura, he pensado, y dicho en más de una ocasión, que no me
vendría mal «una buena hepatitis», expresión que se puede
traducir por algo así como que no me importaría que algún médico
me recomendara reposo, siempre que no fuera a causa de algo grave; o,
todavía mejor, que me impusiera ese reposo, aunque ello llevara
consigo el no poder salir de casa durante una temporada. Y esto lo he
seguido pensando después, con los años y con, entonces sí, una
casa bien provista de buenos libros, de flautas y partituras, de un
buen equipo de música y bastantes discos..., a lo que desde hace un
par de décadas largas se suma el ordenador. ¡Vamos, que
«agradecería el no poder salir!», pensaba y decía.
Ahora, jubilado, no
«necesito» esa buena hepatitis, pero no crean que me sobra el
tiempo, en absoluto, ya lo he dicho antes aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario