De joven había estado en
Francia, practicando la lengua del país vecino y trabajando (en
alguna ocasión me contó que lo había hecho para un tacaño
personajillo a quien aquí en el pueblo —tenía una casa en el
campo— llamábamos El
«tio»
francés). Ya de
vuelta en nuestro país, Antonio
terminó sus
estudios de Filología
Románica y pronto
consiguió una plaza de profesor de francés en la Universidad de
Murcia, donde la fonética francesa terminó siendo su especialidad.
Me gustaba el ambiente de
estudio —silencioso, intelectual, progre para mí— que había en
la vieja casa que, frente al cine de verano, su padre le dejaba y él
compartía —no sé en qué condiciones materiales— con Luciano y,
a veces, con un tercero, un verborrágico personaje de nombre Mateo
(no hace mucho me enteré de que, posteriormente, en el
instituto, sus alumnos se referían a él como Mateo «el loco»),
compañeros los tres en la carrera de Filología. (También me he
enterado no hace mucho de que para ellos y algún otro allegado el
nombre de aquel lugar de estudio era Colegio
mayor García Lorca, de Santomera.)
Antonio, que había sido mi
profesor de francés en segundo de bachiller, con una exigente
pedagogía que no quiero tratar ahora aquí, me llamaba, siendo yo un
niño todavía, don José; él decía, posteriormente, que lo hacía
por mi «seriedad»; lo cierto es que a mí me gustaba que lo
hiciera, que así me llamara, pues me otorgaba importancia que
alguien como él, tan admirado por mí, me tratara de don. Con el
tiempo hicimos amistad y nos apreciamos recíprocamente.
Cuánto envidiaba yo, todavía
adolescente, a Antonio, viéndolo como un hombre de izquierdas de
verdad, profesor universitario, que leía Le
Nouvel Observateur y
que, con aire paternal, nos tildaba a los demás —generalmente más
jóvenes que él— de ingenuos, de ser unos zurdos light,
unos rojos descafeinados: unos «progres» de pacotilla.
Después, con el tiempo, no sé
cómo, apareció su retrato en unos carteles que lo promocionaban
como candidato a la alcaldía del pueblo por el gran partido político
conservador. Me extrañó mucho. ¿Acabó ideológicamente en la
derecha?; no lo sé, podría ser, como ha ocurrido con muchos otros,
y también con algunos en una trayectoria de recorrido inverso. ¿Y...
si fue así, cómo ocurrió?; tampoco lo sé, nunca hablé con él de
ello, no me atreví a preguntar, y ahora no puedo hacerlo, pues
murió, lamentablemente demasiado pronto: Sit
tibi terra levis.
Desde que la conocí, por medio
de Antonio, quise ser lector de Le
Nouvel Observateur,
la famosa revista
francesa de tanto prestigio intelectual, aunque mi nivel de francés
supuso siempre un obstáculo demasiado grande. Pensaba entonces lo
interesante que resultaría poder leer un medio tan importante para
poder conocer mejor el mundo desde su alta perspectiva.
Sí leí, entre otras, Triunfo,
la mítica revista española que encarnó en los años sesenta y
setenta los ideales de la izquierda en nuestro país, un semanario
que también leía y me había recomendado él,
y que a mí me pareció entonces parecido a Le
Nouvel Observateur;
además, en Triunfo,
creo recordar, publicaban traducidos algunos artículos de la revista
francesa, y —tampoco estoy muy seguro— después hicieron lo mismo
los de El País,
periódico que, entre otros medios, recogió el testigo de Triunfo.
Y yo me acordaba de Antonio.
Antoñico, “El Nordon”, fue siempre mi amigo. En su especial centro de enseñanza, él me hizo traducir “L`Ètranger” y me facilitó con ello mi amor por Albert Camus, mi autor preferido absoluto. Después de este inmenso descubrimiento, con su peculiar pedagogía, como dices, Pepe, me obligó a traducir “La Chute” del mismo autor y ¡Oh, dificultad! ¡Oh, pescozones! El texto es un diálogo en el que se recoge solamente lo que dice uno de los tertulianos… algo totalmente incomprensible y difícil donde lo haya de traducir. Pero Preuniversitario lo aprobé enfrentándome al Lobo Feroz de Batlle en examen oral de francés. Antonio y Luciano con su latín, fueron los dos estudiantes anómalos que se ganaban las cuatro perras que podían para poder estudiar. Y, lo consiguieron. El uno en Filología Francesa y el otro como Catedrático de Lengua y Literatura en un Instituto. Durante su enfermedad, todos los días, Luciano por la mañana y yo por la tarde lo visitábamos. Sus anécdotas, con la especial pronunciación nasal que le caracterizaba, se referían a momentos pasados con mi hermana, Rita, en los viajes a Bruselas que hacían todos los años con alumnos de la Universidad de Murcia él y de la Escuela Politécnica Superior de Valencia, mi hermana. María del Carmen, su esposa, fue compañera mía durante muchos años en la Facultad de Educación y siempre me llama cuando tiene que realizar algún trabajo en la casa que posee en el camino de los Mesegueres, algo que le agradezco porque de esta forma hablamos un rato de él. Políticamente, era de la cáscara amarga. Los rojos. Así lo mamó en Francia y cuando se ama la Libertad es difícil dejarla. Creo que su íntima amistad con un profesor de Química Analítica, compañero mío y los cantos de sirena agudos y llenos de subvenciones crearon en él una gran ansia de trabajar por el pueblo. No cambió su pensamiento sino que trató de hacer lo que en aquel momento no se podía por la sequía a la que sometió el partido conservador a los Ayuntamientos que no eran de su cuerda. Lo intentó y, afortunadamente, no lo consiguió porque, de haberlo hecho le habrían engañado, como es habitual en este presunto partido “conservador civilizado”. Un agradable recuerdo, Pepe, que me ha hecho reflexionar sobre la amistad, la vida y la muerte.
ResponderEliminarUn abrazo muy chillao.
Gracias, como siempre, por tu colaboración, Antonio. Veo que conociste bien a nuestro personaje.
EliminarUn fuerte abrazo.