He escuchado a algún estudioso
del franquismo manifestar que en aquel funesto período de nuestra
historia los serenos desempeñaron un papel muy importante para
nuestros gobernantes, sobre todo en los primeros años, los más
«fuertes» de la dictadura, pues contribuían a un mayor control de
la población de cada localidad, ya que resultaban muy adecuados para
saber qué vecinos, de qué localidades, de qué barrios..., se
movían por aquí, por allí y por acullá a altas y bajas horas de
la noche, y de esta manera, a través de ellos, las autoridades
podían conocer algunas de las costumbres «más secretas» de muchos
de sus conciudadanos, y utilizar dicha información «en
consecuencia».
El sereno era —me atengo a lo
que dice la Real Academia Española— el «encargado de rondar de
noche por las calles para velar por la seguridad del vecindario, de
la propiedad, etc.» Realmente, el término se refiere a la persona
que desempeñaba esa función, que se
dedicaba profesionalmente a vigilar las calles durante la noche, y en
algunos lugares, también, a abrir las puertas de las comunidades de
vecinos cuando alguno de ellos quería entrar, pues apenas se
conocían todavía los porteros automáticos. Conocemos, sobre todo
por el cine, la estampa típica del sereno, con llaves y chuzo en las
manos, y sabemos que para requerir sus servicios había que dar
palmadas y llamarlo en voz alta: «¡serenooo!».
Yo
me quedé en la entrada para ver si venía el
sereno, porque le habíamos llamado dando palmas en la primera esquina y no
había venido ni se le veía por ninguna parte. (Mercé Rodoreda (2018): La plaza
del diamante, Barcelona, Edhasa, pág. 64)
En los pueblos, sobre todo en
los más pequeños, sin bloques de edificios, solo viviendas unifamiliares, no
era necesaria esa misión específica del sereno como encargado de abrir las
puertas; lo era más la que desempeñaba este personaje como vigilante nocturno,
una labor «policial» con cierta frecuencia. Y supongo
que por ello,
el de mi
pueblo en aquellos años postbélicos de buenos y malos no decía que
él fuera sereno; aseguraba el hombre que era
«vregilante
noturno».
Eso es lo que le escuché
decir en más de una ocasión, y añadía con frecuencia a
continuación de la expresión anterior un innecesario «de
por la noche», para
aclarar ese —imagino que para él— oscuro noturno
que quizás nuestro hombre no acababa de entender del todo.
Posiblemente —he pensado después— este señor ignorara el
significado de la palabra «noturno»,
o, quizás, simplemente, al utilizar la expresión «de por la
noche», aun sin ser del todo consciente, es posible, digo, que la
incluyera con carácter enfático, para acentuar la nocturnidad de su
vregilancia.
Así pues, cuando nuestro hombre explicaba a qué se dedicaba, pretendiendo
aclarar cuál era su oficio, solía decir que era «vregilante
noturno
de por la noche»,
así, todo de un tirón, sin ninguna parada que mereciera una mínima
coma en la escritura.