De
niño escuchaba «¡atí, qué fati!» o «¡vaya fati!», expresiones con las que mucha gente solía referirse a
cualquier persona gorda o, sobre todo, muy gorda (el término venía de un
popular personaje del cine mudo; del inglés fat,
que significa grasa, grasa corporal, gordo; de ahí el adjetivo fatty, aplicado a la persona que está
gorda, con exceso de grasa).
Y
no era infrecuente escuchar a continuación de lo de fati, como previendo un desastre: «¡si sigue así se le van a juntar
las mantecas!» o, más directo y breve —no era necesaria la introducción—: «se
le van a juntar las mantecas»; estas frases se pronunciaban augurando la muerte
del obeso, una muerte que yo, tierno todavía, presentía atroz, por
amontonamiento de masas gelatinosas grasientas.
La
expresión «juntársele a alguien las mantecas» no es exclusiva de aquí; el
diccionario de la Real Academia se refiere ella como una locución verbal coloquial
que indica «estar en peligro de muerte por exceso de gordura».
Nunca
entendí entonces qué era eso de «juntarse las mantecas», y menos aún lo de que
alguien pudiera morir porque ello ocurriera, porque se le juntaran. Cuando
escuchaba la expresión, me imaginaba que las blancas y rugosas grasas de un
lado del cuerpo (había visto lo que le extraían a los cerdos en las matanzas) se
expandían hasta chocar y unirse con las del otro lado también en expansión; ¿y
entonces?, pues eso, el fin, la muerte.
Entre
los personajes del pueblo a quienes podías oír calificar de esa guisa, aplicándoles expresiones como las de los
párrafos anteriores, recuerdo uno en especial; pesaba —llegó a pesar— ciento
ochenta kilos, y para moverse de un lugar a otro necesitaba algo en qué
apoyarse; yo lo conocí con bastón en espacios interiores y con una ligera
motocicleta por la calle aunque se desplazara andando.
Con
los años, escuché que nuestro fati
contaba, con cierta gracia, cómo le había ido en un par de consultas que hizo
al médico que lo trataba.
—¿Qué
te ha dicho? —le preguntaron los amigos tras la primera visita.
—¿Que
qué me ha dicho?, que... si sigo así... me apono
—contestó con cara de resignado por lo que de tal pronóstico se derivaba.
Y es que, en
murciano, aponarse significa
agacharse, ponerse en cuclillas; y no había que ser muy espabilao entonces para saber lo que quería decir la expresión
«que... si sigo así, me apono»;
quería decir que si nuestro personaje seguía con tan exagerado sobrepeso, este
terminaría venciéndolo y sus piernas no podrían soportarlo: se aponaría, terminaría agachado,
acuclillado.
Según su
relato, el doctor lo puso a régimen y le dijo que volviera a la consulta unos
meses después, para ver qué tal le iba. Él, advertido seriamente, así lo hizo.
—¿Qué te ha
dicho el médico esta vez? —le volvieron a preguntar los amigos tras esta última
visita.
—¿Que qué me
ha dicho? —le gustaba esa expresión—; cuando me ha visto entrar en la consulta
no ha necesitao reconocerme, ni
siquiera preguntarme cómo me encontraba; imaginarse
cómo me habrá visto para tener que decirme: «¡ande, váyase usted y que le haga
su mujer un cocido con pelotas, que tiene muy mala cara!».
A grandes
males, grandes remedios. Así parece que acabó el régimen.
Muy esclarecedor tu post. Mi bisabuela murió porque "se le juntaron las mantecas", es decir que era una auténtica bolita de grasa, pués aparte de estar muuuuy gorda era muy bajita. Cuando por primera vez oí el comentario de que había muerto porque se le juntaron las mantecas, expresión nunca oída, no pude menos que echarme a reír. Nadie sabía explicarme que tipo de enfermedad era esa hasta hoy que me lo has aclarado.
ResponderEliminarMe he reído leyendo la historia del fati. Gracias por compartirlo.