El
padre de familia lleva barba desde hace muchos años. Muy pocas veces se la ha
quitado y cuando lo ha hecho le ha costado acostumbrarse —realmente no se ha
acostumbrado— a la nueva cara que el espejo le ha devuelto reflejada. Otras veces
ha pasado de barbudo a «perillán», incluso ha alternado sucesivamente,
indeciso, barba y perilla. Pero lo habitual desde hace décadas ha sido su
imagen con una barba a la que se acostumbró de joven y de la que le cuesta y no
piensa por ahora desprenderse.
Está
ese padre un día de hace ya muchos años recortándose la barba frente al espejo
del cuarto de baño, cuando de pronto le da un arrechuzo y piensa en afeitarse: «¿me la quito?»; pensado,
repensado y... manos a la obra: primero hay que recortarla con las tijeras para,
después, una vez cortita, pasar a afeitarla con la cuchilla.
Recién
acaba de comenzar la faena ve, reflejado en el espejo, en un lateral, cómo lo
mira extrañado, asomándose por la puerta abierta del cuarto de baño, el menor
de sus hijos, que, todavía pequeño, nunca ha visto a su padre sin barba. Muy
observador desde chiquitín, el niño se queda mirando
y en los minutos siguientes va y viene rápidamente, como nervioso, unas cuantas
veces, siempre en silencio y observando con interés. Ya al final de la
operación de afeitado, tras el enjuagado final de la cara y los últimos retoques
de limpieza total, el chiquillo sale corriendo, llega hasta la habitación donde
está su madre y, muy admirado, con bastante entonación, exclama:
«¡NO PARECE MI
PAPÁ!»
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