Antonio
Morga, de El Siscar, el Barras, un
hombre duro, que se había criao —decía
él para mostrar su rocosidad— corriendo descalzo por «carrizos de punta» que —aseguraba—
no punchaban a sus pies encallecidos;
que había estado trabajando en Alemania, de donde había vuelto con una
enfermedad, de resultas de la cual le había quedao
una mala secuela, la imposibilidad del trabajo físico duro, pero también —todo
no iba a ser malo— una paguica de por
vida.
De
estatura media, delgado, de aparente —solo aparente— aspecto muy serio, incluso
hosco; pescuezo delgado, largo y recto; la piel de la cara, en la zona de las
mejillas, un poco rojiza debido a unas venillas, y una calvicie avanzada que Antonio
cubría indiferentemente con gorra o sombrero, dependiendo sobre todo de la
ocasión, de si estaba trabajando o salía «de fiesta», por ejemplo, a comer a algún
restaurante con su mujer y algún otro matrimonio amigo.
El Barras tenía un diminuto quiosco de madera
pintado de color verde, que, posteriormente, cuando las cosas le fueron mejor,
fue sustituido por uno más moderno de aluminio, aunque también pequeño. El quiosco
quedaba muy bien situado en el centro del pueblo, en la zona más comercial, junto
a la orilla de la carretera, en el mismo lado y a menos de cincuenta metros de la
plaza de la iglesia.
Y
en su mínimo quiosco, Antonio vendía los periódicos locales de entonces —La verdad y Línea—, venta que poco a poco fue ampliando con algunas revistas
y, sobre todo y muy importante, con la de tabaco, que conseguía de contrabando
—rubio americano, negro cubano...—, un género muy valorado por muchos fumadores
de entonces, yo entre ellos: Winston, Marlboro, Craven “A”, Partagás, H
Upmann... ¡¿Cuánto frío debió pasar en las heladas madrugadas de invierno para
tener preparada la prensa a primera hora?!
Con
el tiempo utilizó como ampliación del negocio, a modo de almacén, un bajo desocupado
que había tras el quiosco, casi pegado a él. En este local, que hacía años había
sido un bar y aún conservaba la barra al fondo, tenía Antonio espacio sobrado
para las revistas, los coleccionables, el tabaco —escondido—... y, con el
tiempo, hasta para un depósito refrigerador con cervezas y refrescos que, decía
él, eran para los amigos, y, por lo que pude comprobar, realmente eran para los
amigos: no te cobraba. Llegabas, te sentabas en una de las sillas que para la
ocasión tenía, te ofrecía una cerveza y cuando pretendías pagarla te decía que
guardaras tu dinero —«¡ande vaas!»—, que aquello lo tenía allí para
los amigos.
Todavía
tengo fresco en la memoria lo que tuve que insistir, el follón que tuve que
darle, cuando comenzó a editarse El País,
las veces que se lo tuve que pedir para que lo trajera y comenzara a venderlo
en el quiosco. Hasta entonces yo me desplazaba a Murcia para comprar tan
preciado bien, aunque no todos los días; después, entonces sí diariamente, durante
muchos años lo adquirí en el quiosco del Barras.
Allí me hice también con preciosas joyas de la música y la literatura, con colecciones
completas de fascículos (Historia de la literatura
española e hispanoamericana), de fascículos y discos (Los Grandes Compositores, Los
Grandes Temas de la Música...) y de libros (Biblioteca Básica Salvat, Obras
Maestras de la Literatura contemporánea —Seix Barral—, Colección de Literatura
Universal Bruguera...).
No
se le daba muy bien la escritura y tampoco las cuentas; por ello y por la
confianza que tenía conmigo, periódicamente me pedía —no creo que yo fuera el
único en hacerlo— que le ayudara en la devolución del material pasado de fecha:
periódicos, revistas, coleccionables... A veces, me veía llegar y sin preludio
alguno me decía: «coge el bolígrafo y apunta», y ya sabía yo lo que tenía que
hacer: tomar nota de la cantidad de ejemplares que iba a devolver y que ya tenía
él preparados, desperdigados en montoncitos por el suelo; me iba dictando: «2
de Hola, 3 de Diez minutos, 1 de Triunfo,
1 de Los Grandes Compositores...»; y
así.
Casi
siempre a mediodía, tras una mañana de trabajo en la escuela, quien esto
escribe llegaba a por El País y muchas
veces pillaba a la familia comiendo en el bajo-almacén; lo normal era que el Barras
me dijera que me sentara a comer con ellos —«Victoria, ponle un plato de guisao», le decía a su mujer—; y, lo
mismo que con la bebida para los amigos, no lo decía por cumplir, lo decía de
verdad; y yo, que lo sabía, más de una vez comí con ellos. También hubo una
temporada que, para quienes se lo encargábamos, Antonio traía pan casero, de
horno moruno, comprado en un apartado lugar de la huerta al que, por cierto, alguna
vez lo llevé yo, pues él estuvo mucho tiempo sin coche y, creo, sin carnet. Volvíamos
con medio saco de pan, metía la mano, sacaba uno, me lo entregaba directamente en
la mano y decía «tira, ya te puedes ir»: era su manera de darme las gracias.
Continuará.
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