El
Barras era especial con sus clientes,
supongo que sobre todo con los buenos clientes. Cuando escuchaba a lo lejos la
pitada cómplice de un vehículo que se acercaba a la altura del quiosco
(recuerden: la Nacional 340, la carretera general Murcia-Alicante, con mucha
circulación entonces), pronto identificaba al individuo que lo conducía y que,
si había tráfico muy denso, no tenía siquiera que detenerse, pues Antonio le lanzaba
un cartón de Winston, Marlboro, Chesterfield... —el preferido del cliente—, se lo introducía por la
ventanilla mientras le decía «tira, ya lo pagarás».
En
los más inmediatos alrededores del quiosco eran celebrados con bombo y platillo
por el Barras y sus amigos
determinados acontecimientos, entre los que destacan como más sonados los
balompédicos, pues Antonio, muy aficionado al fútbol —era del Barça: un cérrimo—, celebraba sus victorias —y las
derrotas de sus máximos rivales— a lo grande, por todo lo alto, pero sobre todo
con originalidad, con apuestas e ingeniosos espectáculos, como el rezo que le
era impuesto a modo de penitencia al forofo perdedor; para ello había en el
«almacén» del Barras un reclinatorio
—sí, de los de la iglesia— y un rosario, y con ellos, arrodillado en el primero
y con el segundo entre las manos, el penitente perdedor de turno tenía que
rezar o simular que rezaba, en los días siguientes a los partidos, a primeros
de semana normalmente.
Cuando
nuestro paisano Vicente Carlos Campillo obtuvo el carnet de entrenador de
fútbol (me surge una mínima duda sobre si fue entonces o si fue cuando de su
mano el Real Murcia subió a primera), el acontecimiento fue celebrado cortando
la circulación en la carretera nacional. La fila de coches que venía de
Alicante la detuvo el propio Barras haciendo
el alto a los vehículos con una infantil pala playera de plástico, y la fila de
coches que venía de Murcia la detuvo su compadre Soto, otro célebre personaje al que llamábamos el Capitán Veneno, que había sido
caballero legionario y del que algunos jóvenes de entonces aprendimos el himno
de los de la cabra. Y todo esto del
corte de la circulación, se preguntará más de un lector, ¿para qué?,
pues para que Vicente Carlos, flamante y pronto exitoso entrenador de fútbol,
en esos pocos segundos que duraba el parón de tráfico, «se pegara» una acrobática
voltereta en medio de la carretera, voltereta premiada con una salva de
aplausos de los allí presentes para la ocasión: circo en estado puro.
Siendo
yo jovenzuelo, en alguna ocasión presencié cómo el Barras, muy generoso, hacía de banquero prestamista con algún amigo
mío. Me consta, además, que este amigo mío no era el único «cliente» prestatario
que tenía, y que, al contrario que hacían las distintas entidades bancarias, Antonio
prestaba sin cobrar intereses: desinteresadamente, nunca mejor dicho.
Como
para él el estudio debía ser una tarea derretidora de sesos, me «aconsejaba», a
su manera, que no estudiara «tanto», que no era bueno, y me decía, simulando
tocar la flauta de manera grotesca, que si seguía así «acabaría loco, como el
tío nosequién —nunca supe de quién me
hablaba—, que terminó en lo alto de una morera y con una sartén al hombro».
Cuando
la vida le vino mejor, me acuerdo, le gustaba salir, como él mismo te decía, preparao —de dinero, se entiende—, y
comer «bien», como te contaba después con detalle. En una ocasión me dijo que
mi hermano —buen amigo y guía suyo en las «salidas»— lo había llevao «cal Rigan» (con el apellido del presidente estadounidense se
refería a un restaurante cercano a la costa regentado por un extranjero, un
belga, Míster Roland) y que «cal Rigan», me siguió contando, se había
comido «un mendrugo de carne así», y me mostraba con satisfacción el puño como
referencia del grosor del trozo de carne comido.
Después,
pasado el tiempo, supe que andaba muy delicao;
me enteré por mi hermano, que, tras algunas visitas a su casa y al hospital, me
informaba de su evolución. Tras su muerte, siempre que por cualquier
circunstancia me viene a la cabeza su imagen (asociación de ideas, alguna
conversación, el encontrarme con algún libro o disco comprado en el
quiosco...), lo recuerdo con afecto: sit
tibi terra levis, Barras.
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