Alrededor
de la mesa camilla que había en la salita de mi casa, se reunían
por aquellos años, en las tardes de domingo, mi madre y otras
mujeres amigas y vecinas. Y allí se contaban unas a otras viejas
historias de la huerta, del pueblo, de la capital…, historias que
conocían de buen oído, pues, como todos sabemos, estas «noticias»
se transmitían de boca a oreja.
Y yo
quedaba prendado y prendido de esos «cuentos» que tanto me atraían,
y prestaba mucha atención a estas conversaciones tan interesantes a
la vez que inquietantes para unos oídos tan tiernos y sensibles como
los míos. Incluso ahora no sabría decir si entonces me impactaba
más la historia misma, el tema, o me gustaba más la manera tan
intencionadamente misteriosa de contarlo.
Una de
las historias que más atraía mi atención era una leyenda huertana
que escuché muchas veces y que cada vez me impresionaba más,
dejándome un desagradable regusto amargo, un malestar que, por lo
menos la primera noche tras la escucha, y fueron unas cuantas, no me
dejaba dormir.
No recuerdo bien cuál de las mujeres de alrededor de la mesa era la
narradora de esta historia, creo que mi madre; lo que sí recuerdo es
que comenzaba diciendo, con aire de misterio detectivesco, que
gracias a Dios que se habían dado cuenta, y, como descifrando un
enigma, a continuación aclaraba que se habían dado cuenta por el
color ennegrecido de los labios del bebé y por la pérdida de peso
del mismo. Lo de los «labios negros» del niño era algo que me
intrigaba mucho, un asunto que despertaba mi imaginación visual y
hacía que orientara las orejas como verdaderas antenas parabólicas
en una conversación en la que con mucha intención se iba
postergando el desentrañamiento final.
Y por fin
llegaba la tan esperada explicación. El caso es que en plena huerta
murciana todas las noches una serpiente bajaba a succionar la leche
de los pechos de una madre que amamantaba a su bebé, una madre que,
confiada, medio adormecida, creía estar dando el pecho al niño que
tan suave y cariñosamente sujetaba entre sus brazos; de esta forma,
era la astuta culebra la que se aprovechaba de la leche materna, y
ponía su cola en la boca del niño para que este no denunciara con
su llanto la suplantación; por ello, con el tiempo, debido a la cola
de la serpiente, los labios del niño fueron cambiando a un color
sospechosamente oscuro, al tiempo que su peso no solo no aumentaba
—«no hacía peso», decía la hábil narradora—, sino, todo lo
contrario, disminuía.
Qué
desasosiego me provocaba el pensar que estaba expuesto a riesgos como
el que una culebra se me metiera una noche en la cama y... ¡qué
miedo!
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