Al terminar los
tres cursos de Magisterio del plan de estudios que Antonio seguía, había que
superar un examen de reválida, y en él, entre las pruebas a las que tenía que
someterse para, ya por fin, obtener el título de maestro, había una que
consistía en explicar, ante tribunal, a un grupo de niños traídos desde la
escuela aneja a la Escuela de Magisterio, una lección, un tema de libre
elección por el examinando aspirante al título. El tribunal escuchaba la
explicación y observaba las dotes pedagógicas del revalidante, hacía su valoración y lo puntuaba. Si la calificación
era positiva, ya era maestro, si no, pues... a repetir la prueba en la
siguiente ocasión.
Los niños,
traídos ex profeso para la ocasión, resabiados por la costumbre, antes del examen y fuera del aula, solían buscar a
quienes se iban a examinar, para pedirles dinero —cinco duros—, y ello a cambio
de la promesa de permanecer muy formalitos —quietos, callados y atentos—
durante la explicación. Si el aspirante al título se negaba a darles las
veinticinco pesetas, le decían que se harían los distraídos, que no prestarían
atención, con lo cual, posiblemente, él quedaría mal ante un tribunal
totalmente ajeno a estas maniobras. Antonio no quiso pasarse de listo y pagó
religiosamente el canon reglamentario.
Para su exposición eligió un tema que había visto
utilizar con éxito a otros compañeros: Los reptiles. Su
explicación, con la intención de llamar la atención de los alumnos, comenzaba
hablando de los indios. Primero, algo desganado, dibujó, como mejor supo, un
fuerte de los que salen en las películas del Far West americano; frente al
fuerte, camuflados y arrastrándose para no ser vistos, esquematizó lo mejor que
pudo a los indios, con sus cintas y sus plumas en la cabeza. Mientras hacía
esto pensaba lo que habría podido escuchar de sus ocasionales alumnos —los
había visto actuar alguna vez— si no hubiera satisfecho el pago: seguro que
algo por el estilo de… “¡otro con los indios, ya tenemos otra vez los
reptiles!”, dicho con aire de insoportable aburrimiento.
Hecho el
dibujo, Antonio, un poco más animado por el silencio expectante de los niños, comenzó
con su “original” explicación, planificada en forma de diálogo:
—¿¡Habéis visto
cómo los indios se arrastran para no ser vistos por los soldados del fuerte!?
—preguntaba, bajando la voz, tratando de contagiar interés y esperando un sí
eufórico aunque sospechoso y garantizado por el pago previo de la extorsión.
—¡Sííí
—contestaron los niños con la ilusión que facilitaban los cinco duros
invertidos para ello.
—Pues…
—continuaba Antonio, ya crecido por el buen “sííí” escuchado— igual que los
indios, hay animales que también se arrastran, que... —breve pausa y gesto para
resaltar la siguiente palabra— ¡reptan!; pero ellos no lo hacen para no ser
vistos por los soldados del fuerte: estos animales reptan porque no tienen
patas o porque las tienen muy cortas, como les ocurre al lagarto, al cocodrilo,
a la serpiente…
—¿¡A la
culebra!? —preguntaba y exclamaba simuladamente, como admirado, un niño,
pasándose en su exagerado papel de aparentar interés.
—Sí, la culebra
—continuaba Antonio tras una mirada correctora—; ...y por eso, porque reptan, son
llamados reptiles.
Y así, con el
seguro de la paga previa, continuaba la lección cuasi magistral que poco
después acababa en buen puerto, consiguiendo nuestro protagonista la tan
esperada titulación que le permitió pocos meses después empezar a trabajar como
maestro y que supuso el comienzo de una trayectoria de casi cuarenta años.
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