Suelo utilizar como recordatorio un sistema de notas muy práctico al
que puedo acceder igualmente desde el móvil, la tableta y el
ordenador, y el otro día iba por la calle apuntando en el teléfono
algún quehacer cuando me encontré con Andrés, un vecino de
lengua ágil que, cuando le expliqué que estaba anotando algo para
que no se me olvidara, me dijo que su abuelo solía sentenciar que
“vale más un lápiz corto que una memoria larga”.
Rumiando lo escuchado a mi locuaz vecino, seguí andando mientras se
encadenaban en mi cabeza algunos recuerdos alrededor de su padre,
también Andrés de nombre, a quien yo, de niño, conocí y
con el que tuve una entrañable relación.
Gran parte del tiempo en el que transcurrió mi
infancia estuve enfermo, en cama frecuentemente. En mis recuerdos,
infancia y enfermedad van de la mano, son casi una misma cosa. La mía
era una enfermedad grave y a mis oídos llegaba, con más frecuencia
de la debida por la prudencia que el sentido común impone, que no
viviría mucho, que no “pasaría” de los dieciocho o veinte años;
escuchaba por aquellos días que como “tenía el corazón más
grande que la caja”
—del corazón, se entiende—,
este me seguiría creciendo y llegaría un momento en que no cabría
dentro de ella.
Realmente, ahora, con muchos más años de los
que me calculaban entonces como tope de vida (he superado
sobradamente el triple de aquel pronóstico), veo como un gran
disparate el que los mayores que me rodeaban hablaran tan
negligentemente de estas cosas delante de mí o al alcance de mi fino
oído y mi insaciable curiosidad de entonces.
Y, ¡claro!, debido a la seria enfermedad que padecía, fui un niño
muy mimado por toda la familia, excesivamente mimado. Recuerdo haber
escuchado entonces contar a mi madre, repetidas veces, que, como
estaba tan malico, el médico le había dicho que no había
que darme disgustos. Así que yo, enterado del asunto,
aprovechándome, pedía y pedía; más aún: exigía, y muchos de los
caprichos me eran proporcionados; me solían comprar casi todo lo que
quería, salvo un balón y una bicicleta, que siempre deseé y nunca
conseguí, pues tenía prohibido hacer ejercicio, ya saben... el
corazón.
Igualmente, por los mismos motivos, me ofrecían dinero para que
comiera, pues andaba desganado. Y, algo muy original y que no sé
cómo surgió, supongo que de un capricho de niño enfermo y mimado:
el desayuno tenían que traérmelo, porque si no era así no lo
quería, del Casino, del, ahora no sé si bien llamado, Centro
Cultural Agrícola, pues con el tiempo me he preguntado
muchas veces qué hace ese “cultural” en el rótulo que hay sobre
la puerta principal del edificio.
De tal modo fui popao que hubo una época en que todas las
mañanas el bueno de Andrés —el padre de mi actual vecino—,
entonces camarero del Casino, venía —con su pantalón negro, su
chaqueta blanca, su bandeja, su vaso, su cucharilla y su azucarillo—,
siempre de muy buen talante, con la sonrisa en los labios, a traerme
el café con leche a mi casa. O eso creía yo, porque después, pero
mucho después, me enteré de que el café con leche lo tenía
preparado mi madre y cuando llegaba Andrés solo tenía que ponerlo
en el vaso que él llevaba sobre su bandeja de camarero. Es posible,
¡vaya usted a saber!, que Andrés viniera únicamente con la
bandeja, y lo demás ya estuviera, preparado en casa por mi madre,
dispuesto para servírmelo.
Sea como fuere, quiero pensar ahora que algo sacaría Andrés; no
creo que la buenaza de mi madre no compensara de alguna manera el
gesto —¿la gesta?— del camarero; espero que así fuera, porque
era un hombre bueno, muy bueno. Lo cierto es que desde entonces le
tomé mucho cariño, un afecto que hizo que, aunque hace mucho tiempo
que murió —joven, en 1976—, su bondadosa imagen todavía perdure
en mi recuerdo.
Ahora, a la excelente imagen de Andrés que retiene mi cerebro, puedo
sumar un recuerdo material suyo: Andrés hijo me ha regalado una
tarjeta que su padre se hizo entonces para felicitar las Pascuas a
los socios del Casino.
Gracias, Andrés.
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