Publicado
en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, N.º 157 / JULIO-AGOSTO 2016
La Rojica que recuerda mi memoria no era
roja; no lo era en lo político y tampoco físicamente; en
todo
caso, en el segundo aspecto —piel y pelo—, un poco rubia, algo
que explicaría lo de “rojica”, ya que, por aquel entonces, aquí,
y recuerdo algunos casos, llamábamos rojos a los rubios. Lo del
diminutivo —final en “-ica”, típico murciano— parece que
tiene más sentido y no sé si le vendría de cuando era niña
—probablemente— o porque era baja de estatura: pequeña. También
era coja: tenía una pierna, ¿la derecha?, más delgada y corta que
la otra. En mi memoria perduran, además de
su aspecto físico —baja, rellenita, cara corta y redonda, ojos
azulgrisáceos—,
su cojera y el timbre de su voz aniñada.
Era hija de Santiago, un hombre pequeño, como ella, muy, pero
que muy, aficionado a la cerveza, sola, sin tapa —“que sea
Mahou”, decía tras pedirla—, que pronto se le subía a la cabeza
y lo mantenía en un ¿leve? pero constante, diría yo, estado
etílico.
María, que así se llamaba La Rojica, estaba
casada —recuerdo muy lejanamente que estuve en su boda— con
Antonio Lorente, un curioso personaje, físicamente bastante
enclenque y de cara acantinflada, procedente de
la ciudad de Murcia, de la Misericordia,
que así se abreviaba el nombre del hospicio llamado Casa
de Misericordia, a la que pasaban a cierta edad los niños ingresados
de recién nacidos en la Inclusa de la capital.
En la Misericordia, según me contó él mismo, Antonio
había pasado mucha hambre, pero también había aprendido solfeo y a
tocar la flauta y el saxofón. Aquí en el pueblo fue músico
—primero flauta, y saxo tenor después— en la banda que dirigía
José [el] Abellán; después tocó el saxo en Los
Parrandos.
Me dice Ginés
Abellán que
Antonio Lorente vino al pueblo debido a los estímulos del director
de la banda de música, José [el] Abellán, que vio en él un buen
refuerzo, como flauta, para el grupo que dirigía, y le facilitó un
local para que ejerciera como zapatero
remendón, que era su
profesión. Después, Antonio conoció a La
Rojica
y…
Antonio, El Lorente, como terminó siendo en el pueblo —“de
La Rojica”, si había que aclarar más—, era
simpático, bromista, ¿alegre?... siempre en un tono infantil que al
niño que había en mí atraía y hacía que me cayera muy bien;
podemos decir que nuestro personaje iba blindado con un humor a
prueba de adversidades, un buen carácter que contagiaba.
La Rojica,
Antonio y Santiago eran vendedores ambulantes dentro de la localidad.
En verano vendían un helado típico de la época, el chambi,
y por ello eran conocidos como chambileros.
Diego Ruiz Marín (Vocabulario
de las hablas murcianas. Diego
Marín, 2007) nos aclara los términos:
Chambi o chambil.
m. Mantecado helado entre dos obleas u hojuelas de barquillo, a modo
de emparedado, que venden los horchateros ambulantes […]
Chambilero.
m. Vendedor ambulante de helados.
En el carro de La Rojica, en invierno el chambi se
trocaba en cucuruchos de pipas hechos con papel de estraza,
cuyo precio recuerdo de dos reales, y castañas asadas, productos que
vendían nuestros personajes en la puerta del cine y que ayudaban a
pasar la tarde de forma entretenida, tanto a muchos de los que
entraban a ver las películas como a otros que no lo hacían.
De esta forma, los apodos de nuestros personajes variaban: ella era
La Rojica “la de las pipas” o “la chambilera”;
y en el caso de ellos —Santiago y Antonio— había que sumar a su
nombre “el de las pipas”, “el chambilero” o “el de
La Rojica”.
Muchos todavía nos acordamos de los chambis de La
Rojica, los helados que vendía en su puesto de
chambilera ambulante, un carro —los vi iguales en otros
lugares— estrecho, alargado, cubierto por arriba, con dos ruedas,
y, en un extremo, un par de pequeños varales para tirar de él o,
sobre todo, empujarlo y recorrer estratégicamente distintos puntos
del pueblo, cambiando de lugar cuando interesaba.
Parecido al de La
Rojica
La Rojica
elaboraba sus famosos chambis
con leche condensada, por lo que, decía, suponían un buen alimento;
y los despachaba con un artilugio como el que describe Antonio
Martínez Sarrión en el primer volumen de sus memorias, Infancia
y corrupciones (Alfaguara,
1993, pág. 52):
“… un molde de hojalata
cuya base, accionada por émbolo, descendía más o menos en el
cubículo, según las perras a gastar. Surgían unos cortes
maravillosos emparedados entre dos galletas […]
Y quiero terminar con una curiosidad
filológica: La palabra chambi,
el término que denomina a nuestro rico helado de entonces, parece
ser, como señalan Martínez Sarrión y Ruiz Marín —obras
citadas—, una castellanización —neologismo o barbarismo— de la
voz inglesa sándwich.
¿¡Curioso, no!?