Me acuerdo, con bastante claridad en algunos detalles, hará... casi
sesenta años, una vez que comí en casa de Carmen La Grilla.
Sus hijos estaban presentes y despachábamos —sería un día
festivo— un cocido. Para mí fue sorprendente porque el menaje, el
guiso y la forma de comerlo en nada se parecían al
menaje, al guiso y las maneras de casa de mis padres.
La fuente con el guisao estaba situada en el centro de la mesa
cuadrada del comedor y allí entraban y salían las cucharas de los
comensales: los Grillos —familia al completo— y yo. Nada
de un plato para cada uno, aunque, me fallan algunos rincones de la
memoria, no sé si yo, por ser un niño y no de la familia, dispuse
de plato; ellos, desde luego, no.
¿¡Y saben lo que había en la redonda y honda fuente de cocido!?:
¡patatas!; no recuerdo haber visto garbanzos, que es posible los
hubiera, ni carne; solo tengo en la cabeza la imagen visual de las
amarillentas patatas; quizás sea, no creo, una mala pasada de mis
neuronas, pero lo recuerdo así. Muchas veces, después, he
reflexionado sobre la escasez, sobre las grandes estrecheces que
padecieron muchas familias en esos años tan difíciles de posguerra.
A la Grilla, una mujer de baja estatura, ancha pero no muy
gruesa (ancha de culo y estrecha de arriba, resume su nieta Carmen
María), de piel morena ma non tanto, la conocí toda la
vida con el eterno moño típico de la mujer mayor de entonces: de
tamaño pequeño y centrado a una altura media en la parte posterior
de la cabeza.
Religiosa y analfabeta, tenía un vocabulario particular, pues decía
palabras como enfelih, nesecidah y analíseh;
también decía que yo era muy listo porque sabía jugar al ajegreh,
y cosas por el estilo.
Pronto, demasiado pronto, murió mi madre, y Carmen se quedó sin una
buena amiga, quizás, ya lo he dicho, la mejor que tenía. Nuestros
encuentros se distanciaron, pero no excesivamente; yo seguí
viéndola, aunque no con la frecuencia de antes.
Con el tiempo me dejé barba, y cuando nos encontrábamos, La
Grilla, ya bastante mayor, me besaba muy escrupulosamente —algo
digno de presenciar—, como dándole asco: yo me inclinaba y ella,
con mucho cuidado, me cogía con las dos manos, simultáneamente,
ambos lados de la cara, mirando atentamente y moviéndola para
colocarla de tal forma que pudiera encontrar, sin mucha dificultad,
un roalico sin pelo donde poder depositar el beso. A
continuación solía decirme, con un gesto más que explícito:
“¡quítate eso, aféitate, que pareces un gitano!” (sí,
entonces se decía; ahora no es correcto). Esto, que me afeitara, me
lo estuvo diciendo durante bastantes años, hasta que un día, no sé
cómo, se me ocurrió decirle: “Carmen, es que he hecho una promesa
a la Virgen”, y ahí se acabaron los problemas, las peticiones de
afeite; nunca más volvió a decirme que me quitara la barba.
Siempre me han gustado los perros, y uno de los primeros que recuerdo
con cariño era el de Los Grillos, Toni,
un perro mestizo de mediana altura, marrón y blanco, que vivió
muchos años: un ratero de categoría, algo muy valorado en un
ambiente donde sobreabundaban las dañinas ratas; yo quería mucho al
Toni, y le daba, apremiado por Andrés, su dueño, parte de mis
mejores alimentos: compartía con él mis bocadillos, galletas y
otros manjares.
También he tenido, y tengo, relación amistosa con algunos de los
nietos de Carmen, como es el caso de la citada
Carmen María,
maestra de Primaria, de la que contaré una anécdota que me recuerda
el cariño con que conservo un regalo de su abuela.
Carmen María fue alumna mía, muy buena, primero en la escuela
—octavo de EGB— y después, para preparar las oposiciones de
magisterio en la especialidad de música, y yo, en esta última
ocasión, en honor a su abuela, le había regalado el material que
necesitaba para su preparación. Cuando “sacó” la plaza —en la
primera ocasión que tuvo—, su abuela, La Grilla, no tardó
en encargarle a mi mujer —“tú, que sabes su talla”— que me
comprara un regalo: una camisa, que ella pagaría, una camisa azul
que todavía conservo y me pongo de vez en cuando, y cada vez que me
la pongo o que, al abrir el armario, veo colgada en su percha, me
acuerdo con cariño de Carmen, de Carmen La Grilla.
Que bien defines a mi abuela del alma, mi segunda madre...Gracias de corazon por el cariño que demuestras al hablar y escribir sobre ella y por hacerla eterna con tus palabras.
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