Su nombre: Carmen, un nombre frecuente en el pueblo; por ello,
importante, después del nombre venía el apodo: La
Grilla, sin el cual la identificación era difícil;
así que... Carmen La Grilla.
Viuda desde muy joven, ya lo era en los primeros cuarenta del siglo
pasado, tenía tres hijos: Andrés, Ramón y Ángel
—Angelín, el menor, que tenía dos años cuando murió su padre—.
La vida de la familia, su situación en plena posguerra tuvieron que
ser muy duras.
Los hijos de Carmen, mientras fui niño, me trataron como si fuera el
pequeño de la casa, como a un hermano o como a un hijo, al que
traían regalos, por ejemplo, a su vuelta de la mili o del
extranjero; cuando crecí tuvimos —y tengo, con Andrés y Angelín,
pues Ramón murió— una buena relación de amistad.
Recuerdo, de muy pequeño, a La Grilla y a mi madre, los Domingos por
la tarde, sentadas junto a la ventana que en la tienda de mi padre
daba a la carretera —la N 340—, “criticando” a todo quisque
que pasara por allí, el lugar de paseo de entonces en el pueblo.
—¡Atí, tacha!
—¿Qué?
—¡Habrá que ver!
—¡¿Quéé?!
—¡¿Has visto a Fulano?! ¡¿Te has fijao?! —decía, como
muy sorprendida, Carmen a mi madre— ¡Si lleva una raja en la
chaqueta!
—¡¿Una raja?! —contestaba mi madre, contagiada por el tono
escandalizado— ¿Dónde?
—¡Detrás!, ¿no lo ves?
—¡Madre mía, lo que hay que ver!
La casa de Carmen paraba muy cerca de la de mis
padres, lo que hacía que los encuentros y las visitas menudearan.
Cuando, ya
mayores, sus hijos tuvieron que emigrar al extranjero para trabajar,
ella se quedaba sola durante largos períodos de tiempo; entonces, mi
madre, quizás su mejor amiga, me mandaba por las noches a
dormir a su vivienda, para que le hiciera compañía.
Allí ella me popaba a su manera. Recuerdo que por la mañana me
tenía preparada, sobre el alféizar bajo de una ventana que
comunicaba el interior de la casa con el patio —un corral con el
suelo de tierra y piedras—, una zafa con agua que recuerdo muy fría
—sería invierno—, en unos tiempos en que eso era lo que había.
Y yo, haciéndome el valiente, me lavaba la cara echándome garapás
de agua con las dos manos, me la secaba y después me peinaba frente
a un “espejo” que era como un mosaico o puzle hecho con trozos de
cristal, con pedazos de otros espejos agarrados con yeso a la pared.
Lavándome de esta manera trataba de imitar lo que tantas veces, con
admiración, había visto hacer a los mayores. Me llamaba la atención
cómo se lavaban los endurecidos hombres de entonces: en camiseta de
tirantes o con el torso desnudo, con las manos abiertas, palmas hacia
arriba, unidas por la parte de los meñiques, cargaban agua de un
recipiente —zafa, lebrillo...— y se la echaban a garapás
sobre el rostro, al tiempo que soplaban y hacían un ruido —brffrr—
que yo, posteriormente, imitaba; después, separando las manos se las
llevaban al cuello y las orejas, incluso a los sobacos, limpiando con
energía, con rudeza. Todo ese ritual, o parte de él, era lo que yo
trataba de emular cuando me lavaba la cara, intentando ser valiente,
mayor, duro… sin miedo a la frialdad del agua que tanto repelús me
daba.
En el patio estaba el retrete (no el váter, palabra que no
utilizábamos entonces y que durante mucho tiempo me pareció un
neologismo superfluo), que era, visto desde la perspectiva actual, un
cuartucho de pena, pero del que carecían muchas casas en las que
hacías tus necesidades en el patio, en el hoyo del estiércol o en
las cuadras de los animales. El retrete del que hablamos, el de
entonces, disponía en su interior, elevada unos sesenta centímetros
de altura sobre obra de yeso, de una losa o piedra horizontal con un
agujero en el centro, un rol’le,
de unos treinta centímetros de diámetro. Sobre esa piedra te
acuclillabas (quienes no podían, como algunas personas mayores, se
sentaban sobre una tabla de madera, con su rol’le
pertinente, que colocaban sobre la losa) y, apuntando bien, dejabas
caer la mercancía en el hoyo o fosa sobre el que se construía el
excusado. El retrete de la casa de Carmen La Grilla se cerraba
con una puerta en la que los espacios entre las maderas que colocadas
verticalmente la formaban eran de una anchura, de una envergadura,
que competía con la de las propias maderas.
Cuando el retrete estaba
lleno, había que sacar su contenido. Algunas personas del pueblo se
encargaban de esa “agradable” labor. Incluso, se cuenta,
humorísticamente —lo he escuchado muchas veces—, que los
encargados de tan “maravilloso” trabajo, animados por unas
cuantas copas —“revueltos”— en el cuerpo, de broma, metían un dedo
en la fosa, lo untaban de mierda, se lo llevaban a la boca (ahora
pienso que serían dedos distintos el
untado y el chupado),
hacían la “cata” y decían: “ya está pa
sacarlo”, y procedían a ello. Lo hacían en bidones que cargaban
en un carro tirado por un burro, una mula, una yegua...
Junto al retrete, a la derecha según mirabas de frente, había un
pozo, que recuerdo sin cerrar, sin apenas protección alguna (el de
mi casa estaba cerrado y con puertas de acceso); el de La Grilla
solo tenía el brocal y dos pilares que sostenían la viga horizontal
que aguantaba la garrucha, el sistema imperante en la zona.
Continuará.
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