Cualquier parecido con la
realidad… ya saben.
Sí, todavía pagábamos en pesetas, lo que quiere decir que ya hace
algún tiempo. Lo cierto es que no sé qué percance tuvo la mujer de
Antonio, Loli, en la tienda que tiene en el pueblo, quizás algún
robo; la cuestión es que decidió poner una denuncia y, para ello,
fue al cuartel de la guardia civil. El guardia de turno, un ejemplar
con más medida de cintura que de altura, la atendió simpáticamente,
le pidió los datos que necesitaba para cursar la denuncia y le dijo
que no se preocupara.
—Puedes irte tranquila —le aseguró—, que la denuncia ya está
en marcha.
—Bueno… pues muchas gracias —contestó Loli, y añadió,
sintiéndose obligada a preguntar— ¿qué se debe?
—Dame mil peseticas —contestó él, en voz baja, como si el
escaso volumen sonoro y el diminutivo de las pesetas restara valor a
la cantidad.
Al tiempo que Loli echa mano al bolso para sacar el dinero, entra en
la oficina otro guardia civil, este, conocido de la denunciante; el
otro, el que ha cursado la denuncia, desaparece momentáneamente del
primer plano, se “distrae” por una orilla.
—Pues… nada, que he venido a poner una denuncia, pero ya está,
ya me ha atendido, y muy amablemente, tu compañero; solo falta que
me cobre.
—Pero… —levantando las manos a la altura de la cabeza— ¡qué
dices, mujer, esto es un servicio público!, es totalmente gratis,
¡faltaría más!
Y Loli, mosqueada, cierra su bolso y sale del edificio, no sin dejar
de murmurar, entre dientes, para sus adentros:
“¿¡mil peseticas…, cabrón!?”
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