Aquí tienen una foto de don José Aguilera Bernabé, el médico que enseñó a jugar al ajedrez a medio pueblo de Santomera, allá por los primeros 60 del siglo pasado. No en vano el club ajedrecístico que nació en el pueblo años después llevó orgullosamente su nombre. Desde luego la imagen que aparece en la foto no es la que recuerdo de él, pues yo lo conocí, calvo y muy grueso, más de treinta años después de la fecha por la que se le hizo este retrato.
Foto recortada de la orla del
Torneo Internacional de Barcelona, 1929,
en el que tomó parte nuestro
personaje, y que fue ganado nada menos
que por José Raúl
Capablanca, campeón mundial 1921-1927.
Se contaba de él, con
admiración, y yo escuchaba con oídos de niño bien abiertos, que era un gran
ajedrecista, “uno de los tableros del equipo nacional”, que jugaba al ajedrez
por correo, por teléfono, varias partidas contra distintos rivales a la vez,
que jugaba a la ciega (sin mirar el tablero)… Y tú te decías ¿¡cómo va a jugar
sin mirar el tablero!? Y sí, ¡vaya si lo hacía!
A veces, en las tardes
tranquilas del Casino, si don José no tenía algo mejor que hacer, nos cogía a
un par de niños, que rondábamos por allí esperando la ocasión, nos ponía uno a
cada lado del tablero y nos enfrentaba a posiciones de finales de partida para
que, alternándonos, aprendiéramos a arrinconar y dar mate al rey contrario: Rey
y torre contra rey; rey y dos alfiles contra rey; rey, alfil y caballo contra
rey… En sus explicaciones ajedrecísticas solía darnos normas generales en forma
de máximas, que memorizábamos, muchas veces con rima para que se nos quedaran
mejor en la mollera; como la que decía que “los clavos y las descubiertas ganan
partidas a espuertas”, o que las torres deben ocupar columnas o filas
despejadas; también nos enseñó que al principio de la partida no debe moverse
dos veces la misma pieza hasta que no haya acabado la apertura; o… que quien
domina el centro del tablero, domina la partida; igualmente aprendimos el valor
de un peón pasado, etc.
A don José, cuando estaba
ensimismado en el juego, le gustaba cantar y tararear. Recuerdo cómo dos de sus
canciones favoritas, Al Uruguay (el
estribillo) y Yo quiero ver Chicago —a la que todos añadíamos como
continuación entonada “yo quiero ver
chimeo”—, eran machacadas
por don José una y otra vez por poco que alguien, que nunca faltaba,
intencionadamente provocador, empezara a tararearlas en las cercanías del
tablero donde jugaba nuestro médico.
Para completar su imagen cuando
estaba jugando, unan esos canturreos a uno de sus gestos típicos mientras
pensaba las jugadas; don José apoyaba los antebrazos en el borde de la mesa,
junto al tablero de ajedrez, entrelazaba los dedos de una mano con los de la
otra y hacía girar los pulgares de ambas en una rotación recíproca continua mientras
los demás permanecían entrecruzados (lo que algunos llaman hacer puñetas); y al
hacerlo mostraba, por la parte del dorso, unos dedos de piel clara, regordetes
y velludos, igual que el resto de unas manos que llamaban mi atención: más
finas y delicadas que las mayoritariamente por allí habituales, maltratadas y
encallecidas por duros trabajos agropecuarios.
Le gustaba mucho comer.
Según mi lejano e infantil recuerdo quizás no muy fiable, debía pesar, sin ser
alto, sobre los ciento veinte kilos o más. Vestido adecuadamente podría haber
dado la imagen de un patricio romano como el senador Tiberio Sempronio Graco, el personaje interpretado por Charles
Laughton en la película Espartaco (1960), de Stanley Kubrick. No tenía coche. Yo
lo recuerdo, en la estación más calurosa del año, con una indumentaria
estrafalaria y poco limpia (dejando corto el “torpe aliño indumentario” de don
Antonio Machado), con la camisa abierta mostrando un peludo pecho solo
tapado un poco por una camiseta de tirantes, esperando el coche de línea, para
ir —te decía— a comer unas habichuelas estofadas que hacían muy ricas en tal o
cual casa de comidas, estuviese donde estuviese.
Pero, en mi recuerdo, el
mayor misterio alrededor de don José, lo que más atraía mi atención, era la
llegada periódica de unas —no siempre las mismas— sobrinas que venían a
visitarlo. ¡Buenísimas! Jovencitas de muy buen ver que se quedaban en la casa
del médico una temporada y que, con el tiempo, desaparecían para ser
sustituidas posteriormente —supongo que a intervalos prudentes— por otras no
menos jóvenes y atractivas, que a los jovenzuelos de la época —y a los no tan
jóvenes— nos llevaban de calle.
¡Ay cómo mirábamos a las
sobrinas de don José los chavales del pueblo!; y es que no se parecían en nada
a las mujeres que estábamos acostumbrados a ver en la localidad; ni siquiera
las más jóvenes y atractivas de nuestras mujeres lograban acercarse a la imagen
de las sobrinas del gran ajedrecista.
Con el tiempo y con lo
escuchado aquí y allá, uno, ya menos ingenuo, empezaba a pensar que tal vez las
sobrinas de don José no fueran sobrinas, sino… ya saben: “amiguitas” del
médico, dicho eufemísticamente, lo cual añadía todavía más morbo a la
situación. “¡Quién pudiera!”, pensaba más de uno.
Murió, cuentan, tras un
“atracón” de mantecados, parece que comidos todavía calientes; por lo visto, se
había pasado cenando, no pudo resistirse a los deliciosos dulces, después tuvo
que levantarse a media noche para atender una urgencia y…
Estamos hechos de las ¨ Historias¨ de nuestra infancia. No es extraño que te guste el
ResponderEliminarajedrez , que te guste enseñar , que te guste comer ... y que te guste el ¨ gambito de dama ¨
Un saludo, Antonio.
¿Es una casualidad o es que te he contado alguna vez mis preferencias por el “gambito de dama” cuando practicaba “en serio” el ajedrez. Utilizaba esta apertura cuando jugaba con blancas; y cuando lo hacía con negras, prefería la “defensa siciliana”.
EliminarPepe, sé que D. José te agradecerá este homenaje. Esa etapa de nuestra vida sucedió con la exactitud y buena pluma como la cuentas. A mi me enseñó el mate con dos torres, el Pastor, el más complejo con caballo, alfil y rey... y tantos otros... Pero, Pepe, D. José era una persona culta, muy culta y absolutamente asequible en cualquier aspecto para el que se le requisiera. Poseía lo mejor que puede tener una persona: tanqulidad. Como era el médico responsable de Salud e Higiene, cuando tenía que realizar una inspección, la hacía, vaya que si la hacía y pormenorizada pero tras ella, si se le solicitaba el perenne: "... mire usted D. José me pasa esto o lo otro...", con la tranquilidad que lo caracterizaba dejaba pasar mucho más tiempo del necesario para que, en otra revisión, todo estuviese en su sitio. Me enorgullece haber sido su alumno en ajedrez y en la cultura de la que hablábamos cuando su famoso canturreo y medio silbidos eran sustituidos por su voz. Lo único que atesoraba con celo era las "vacaciones" de sus famosas sobrinas porque casi siempre las dejaba en casa...¡D. JOSÉ... UN SALUDO!
ResponderEliminarUn abrazo, Pepe
Qué recreación más hermosa de un personaje casi novelesco. Un abrazo, Pepe. Mariano.
ResponderEliminar