SECCIONES

viernes, 17 de diciembre de 2021

Nihil obstat

Continúo dándole vueltas a lo que dice Muñoz Molina en el título del artículo al que me refería aquí en Abonico hace un par de semanas —«Espantapájaros (1)»—: «Si Elvira Lindo no le da el visto bueno a lo que escribo, no lo publico».

E inmediatamente me da por pensar que esa misma función revisora, tan importante para muchos escritores más o menos inseguros —sobre todo para los más—, la realiza para mí —y no solo con mis escritos— mi hijo Antonio, algo que, por tanto, lo convierte en mi Elvira Lindo particular: todo un lujo.

Y poco después, casi a continuación, atraída por lo anterior, me viene a la cabeza la expresión nihil obstat (‘nada se opone’, ‘no hay objeción’), que, recuerdo, fue muy usada en el franquismo como fórmula con la que el censor hacía constar la aprobación eclesiástica de un libro para su publicación, una expresión que recuerdo impresa en las primeras páginas de los textos que manejábamos entonces.

De nihil obstat dice el diccionario de la Real Academia Española que es una locución latina que, literalmente, quiere decir 'nada se opone'. Según los académicos, nihil obstat significa:

-   1. m. Aprobación de la censura eclesiástica católica del contenido doctrinal y moral de un escrito, previa al imprimátur.

-    2. m. beneplácito.

 

viernes, 10 de diciembre de 2021

Espantapájaros (y 2)

La imagen de Muñoz Molina, de chiquillo, recorriendo la huerta gritando y haciendo sonar el cencerro para evitar que los pájaros se comieran los frutos de la misma, me ha traído a la cabeza una historia muy parecida que, también siendo niño, me ocurrió a mí y que trataré de resumir a continuación.

Cuando uno de los hijos de Carmen ‘la Grilla’ volvió de la mili (no recuerdo bien cuál: creo que fue Andrés), me trajo como regalo una corneta ya usada a la que pronto intenté sacar las primeras notas musicales, consiguiendo en consecuencia (como daños colaterales, pienso ahora) dar la tabarra a todas horas, y tanto a mi familia como al vecindario más cercano, que (deduzco también ahora: son ventajas de narrar desde la primera persona que soy en la actualidad) estarían hasta la coronilla de mis por aquellos días recientes logros cuasi musicales.

Fue entonces cuando mi padre optó (creo que se puede deducir fácilmente el por qué) por mandarme a la huerta, a un bancal donde tenía plantadas unas cuantas tahúllas de cebada, para que, una vez allí, tocara la corneta cuanto quisiera y con el volumen sonoro que me apeteciera, y, así, de paso, sacara provecho a mi «música» ahuyentando a los pájaros para que no se comieran el cereal.

En aquellos días no fui consciente de las subyacentes intenciones de mi padre, de las verdaderas. Fue bastante después cuando lo vi todo mucho más claro, cuando me di cuenta de que, mandándome a tocar al bancal plantado de cebada, mi familia mataba dos pájaros de un tiro —mejor dicho: de un toque de corneta—, pues, por un lado se quitaba de en medio el porsaco a todas horas del molesto y dañino exceso de decibelios en la casa, y por el otro protegía del picoteo de los pájaros unos cultivos cerealísticos destinados a la venta en la tienda que tenía mi padre en el pueblo.

 

viernes, 3 de diciembre de 2021

Espantapájaros (1)

Una vez más me detengo a pensar cómo los recuerdos acuden a mi cabeza asociados a escenas que se presentan en mi mente cuando menos lo espero, concretamente y muy a menudo… en mis lecturas cotidianas.

Leyendo una entrevista hecha a Antonio Muñoz Molina alrededor de Volver a dónde, su última obra publicada (Niebla, Rocío: «Antonio Muñoz Molina: “Si Elvira Lindo no le da el visto bueno a lo que escribo, no lo publico”», eldiario.es, 12-09-2021), me entero de que, siendo niño el escritor, «las mañanas de mucho calor cuando los higos maduraban, su padre le dejaba al mando con un cencerro y la misión de salir de vez en cuando agitándolo y gritando para espantar a los pájaros». Por cierto, se sabe —aquí en la huerta de Murcia es vox populi—, que los mejores frutos (por ejemplo, los mejores higos de una higuera), los más dulces, son los que han sido picoteados por los pájaros.

Ya tengo Volver a dónde (es más, ya lo tenía antes de leer la entrevista publicada en eldiario.es), y ya le he echado un primer vistazo antes de colocarlo en el montón de los que esperan su turno para ser leídos. Mientras tanto, trato de conseguir un ejemplar del mismo en formato digital (el haberlo comprado en papel me libra de los remordimientos al piratearlo), porque en él es muy fácil buscar, encontrar y copiar en un santiamén cualquier palabra, cualquier expresión, cualquier frase… cualquier fragmento.

Consulto a menudo la web donde suelo obtener los títulos que, como este, tanto me interesan, pero veo que pasa el tiempo y que con él se me va acabando la paciencia; así que, sin comenzar a leerlo seriamente, decido buscar la anécdota del cencerro en el libro que he comprado, con orden, página a página, desde la primera; y, aunque no me resulta fácil, ya más que mediado el tomo, la encuentro, y me alegro mucho pues es bastante más rica de lo que yo había entrevisto en la entrevista.

En mañanas letárgicas de mucho calor, cuando los higos maduraban y empezaban a madurar los pimientos, las berenjenas, los melocotones, los albaricoques, mi padre me hacía entrega de un gran cencerro de vaca y me dejaba de guardia debajo de una higuera o de un granado, con la tarea de salir de vez en cuando de la protección de su sombra y recorrer la huerta agitando el cencerro y dando grandes gritos para que se espantaran los pájaros. (Muñoz Molina, Antonio: Volver a dónde. Barcelona: Seix Barral, 2021, pág. 184).

Continuará.