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viernes, 27 de mayo de 2022

La tienda de l’Amelia

Acabo de perder a unos buenos vecinos, muy buenos, a los más cercanos que he tenido en estos últimos veintitantos años, de los de «puerta con puerta» y con una relación excelente.

Bueno…, realmente, solo he perdido su proximidad, su vecindad inmediata, debido a que han cambiado de casa, a que se han trasladado a una unifamiliar, aunque continúan viviendo en la misma localidad y a tan solo unos pocos cientos de metros de donde vivían antes y vivo yo, por lo que seguiremos viéndonos con frecuencia.

Aprovechando el solar de la casa que sus padres tuvieron en el pueblo, mi ya exvecino Pepe se ha hecho construir en él una vivienda a su gusto, una moderna, robusta, bonita, cómoda… a su capricho; y, recién acabada su construcción, como colofón, ha mandado poner en la fachada principal, junto a la puerta de entrada, un pequeño rótulo de mármol en el que, a modo de recuerdo y homenaje, aparece escrito: La tienda de l’Amelia (1947-1987).

La tienda de l’Amelia era la expresión utilizada por la gente del pueblo para referirse al comercio de comestibles que durante cuarenta años tuvieron en el mismo sus padres y regentó con buena mano su madre, Amelia, de ahí el nombre que aparece en el rótulo, el de la expresión que quedó en el decir de la gente.

Me cuenta Pepe que, en el poco tiempo pasado desde que está viviendo en la casa nueva, han sido ya unas cuantas las personas que, tras leer el texto del rótulo, le han manifestado lo importante que fue para ellas la tienda de su madre. En concreto, un vecino del barrio, ahora ya cincuentón, le ha dicho que se acuerda perfectamente (me dice mi exvecino que le ha escuchado decir un «perfectamente» de vez en cuando a lo largo de la evocación de sus recuerdos) de cómo, siendo niño, cuando iba por las mañanas camino de la escuela, y tal como hacían otros chiquillos, entraba en la tienda de l’Amelia, que le pillaba de paso, con un panecillo en la mano… para que la tendera le rellenara su interior, para que le pusiera en él, unos días atún con tomate y otros atún con mayonesa, aunque a veces —dice— el atún era sustituido por «filete» (nombre dado aquí a los filetes de caballa en conserva, bien en aceite o bien en escabeche), o por salchichón, o por sobrasada…, siempre según le apeteciera al cliente, a aquel chiquillo convertido ahora en un hombre maduro que igualmente se acuerda —también «perfectamente»— del sistema de pago utilizado, un recurso muy extendido entonces en el pueblo, que consistía en que, cuando el chiquillo pedía a la tendera que le preparara el bocadillo, le añadía a continuación que se lo apuntara a la cuenta de su madre, que ella pasaría después a pagarlo (aquí aprovecha para aclarar que no siempre iba con el pan en la mano, que el chusco también iba incluido a veces en la compra). Y acaba contando que recuerda «perfectamente» —y pone mucho énfasis en este último «perfectamente»—, de un par de detalles: en primer lugar, de cómo era el interior de la tienda: de los estantes con los diversos productos y de la tendera moviéndose y despachando tras un mostrador sobre el que su memoria aún visualiza el tarro enorme de la mayonesa Musa y las latas de conservas; y en segundo lugar —«para poner la guinda», dice—, del precio del relleno de aquellos bocadillos que tanto le gustaban y de los que tan buenos recuerdos quedaron para siempre en su memoria: el contenido de los panecillos costaba una peseta.

 

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