Una mañana de un otoño ya no reciente, temprano, voy andando por las calles del pueblo, solo, metido en lo mío, escuchando por centésima vez en unos pocos meses El arte de la fuga, de Johann Sebastian Bach.
—Oiga, ¿usted es hijo del Rosendo?
No lo he oído bien, pero, cuando me quito el auricular izquierdo, pienso que eso es lo que se me acaba de preguntar, pues al girar la cabeza me encuentro a un señor mayor que —ahora sí lo escucho y lo entiendo— me lo repite mientras sonríe y espera mi respuesta.
—Sí, el menor —contesto, también sonriendo.
—¡Pues si yo soy fulano —me dice—; sí, hombre, que iba los miércoles a la tienda de tu padre cuando...!
Y esto da pie a que, una vez presentado, fulano pase al tuteo y tengamos unos minutos de conversación en torno a la tienda de mi padre y a cómo se abarrotaba de gente los días de mercao; todo ello mezclado con información sobre lo que ha cambiado la vida, y aderezado con pinceladas acerca del estado de la salud de mi interlocutor y de la de su familia: achaques, operaciones, situación actual, perspectivas…
Continuará.
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