Escena callejera observada mientras me dirijo a encargar el pan nada más comenzar mi andadura matutina. Una joven madre (la conozco: fue alumna mía), reculando y saliendo de espaldas por la puerta de una casa, va tirando con dificultad –y provocando por ello algún traqueteo– de un carricoche en el que lleva un niño pequeño –o una niña, no lo sé– a quien le dice a media voz, casi abonico: «agárrate fuerte», y dos segundos después le insiste, ahora casi gritando, de muy mala manera: «¡que te agarres fuerte, hostias!», con un volumen sonoro y una entonación agresivos, totalmente diferentes de los utilizados en la primera advertencia.
Por lo pronto —se me ocurre pensar—, la chica ha perdido para mí su supuesta delicadeza, su encanto juvenil… su atractivo en general; y, en segundo lugar, me la imagino el día de mañana tratando hipócritamente de corregir al malhablao de su hijo para que no diga palabrotas.
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