En casa
de mis padres, la de mi infancia, no hubo libros, solo los de texto cuando
llegó el momento; en aquel hogar no había
novelas ni libros de cuentos ni de poesía u otros cualesquiera. Más tarde, al
llegar a la mayoría de edad tras unos años juveniles
en Babia, perdidos (en barbecho, prefiere pensar ahora mi yo más
conformista), decidí seriamente reanudar los estudios. No recuerdo
exactamente en qué año fue eso —quizás 1970—, pero sí recuerdo que entonces
comenzó, y que aumentó día a día, y que aún sigue en pie mi ilusión por la
lectura, por los libros, por el estudio... por el aprendizaje... por el
conocimiento. Si he de ser sincero, creo que siempre tuve conciencia —a veces
remota, lo confieso— de que lo que estaba haciendo en aquellos años desérticos
desde un punto de vista académico no era lo correcto, no lo que quería.
La verdad es que siempre, desde pequeño, me atrajeron los
libros, y más los gruesos, los tochos, no sé por qué; quizás pensara que en
esos enormes volúmenes que veía en manos de algunos estudiantes universitarios,
había mucho conocimiento: a más grosor, más saber, supongo que
razonaría entonces.
Ya en el primer tramo del buen camino, el del estudio que
pretendía serio, un día fui a Murcia en el Renault 4L de mi padre y compré una estantería para mis
escasos libros, una librería barata, de unos dos metros de alta por uno de
ancha, metálica, de color marrón, de las que se montan con tornillos adaptando
la altura de las baldas a voluntad. Estas estanterías eran habituales en
algunas de las más modernas tiendas de antes y siguen siéndolo en las más cutres
de ahora.
La
instalé en una pequeña habitación que en la planta superior de la casa había
junto al cuarto de baño, y allí coloqué con mucho esmero, diría que con mimo, los poquísimos libros que entonces tenía,
que, ya lo he dicho, en general eran de estudio, sobre todo manuales de
texto que conservaba del bachillerato elemental, del superior y de la todavía
entonces no acabada carrera de magisterio, además del típico diccionario
escolar de la lengua española, el de francés, el de latín, un atlas geográfico...
También había en ese primer lote algunos pocos libros de la colección Reno, de
la editorial Plaza Janés, otros pocos de la famosa colección Austral, de Espasa
Calpe, alguno de la colección RTV, y no sé si ya dispondría de algún ejemplar
de la de bolsillo de Alianza Editorial que en lo sucesivo tan importante sería
para mí. Eran tan pocos los volúmenes que contenía aquella estantería, que los
esponjaba y colocaba estratégicamente para que parecieran más de los que en
realidad había.
Por eso, ahora, cuando alguien,
normalmente algún joven, un alumno o exalumno en el que despunta la querencia
por los libros, se asombra por los muchos que ve en mis estantes o cree que
tengo, le digo, tratando de animarlo, por si
le sirve de ayuda, que a su edad yo tenía, casi con toda
seguridad, menos libros que él tiene ahora, que no se preocupe, que se hace
camino al andar.
Las bibliotecas son monstruos de crecimiento incesante y espejo inclemente de que nunca podremos con ellas.
ResponderEliminarA pesar de ello, me encantan, y más cuanto más crecidas.
EliminarGracias, Mariano.