Desde
que, hace unos pocos años, La Calle, una revista local, comenzó
a publicar algunos de mis artículos, no es infrecuente que, cuando voy paseando
por el pueblo o estoy sentado en la terraza de cualquier bar o cafetería, algún
amigo, o conocido, o alguien menos cercano, incluso totalmente desconocido, se
dirija a mí en tono elogioso sobre algo de lo publicado, a veces haciéndome un
guiño con alguna expresión, con alguna frase o idea de algún artículo aparecido
en la publicación.
Entonces,
la verdad, se me ocurre que es agradable que piensen y hablen bien de uno. «No
me gustan los halagos [breve pausa]: siempre se quedan cortos», me dijo hace un
tiempo Mariano Sanz al respecto, bromeando y parodiando a no sé qué personaje,
en una ocasión en que alabé en su presencia algo de lo por él escrito. Y a mí,
¡qué voy a decir!, me agrada el halago, pero ante cada caso —ante bastantes de
ellos— no puedo dejar de pensar en algo que le leí a Iñaki Uriarte, autor de
unos Diarios de mucho éxito
literario, que me gustaron bastante hace unos años y he releído hace poco:
Me
despido de él. Estoy contento porque me ha halagado. Es una persona importante.
Al cabo de unos pasos pienso: ¿pero por qué estoy tan contento si es alguien
que apenas me merece respeto intelectual? La relación con las personas
importantes tiene siempre algo de penoso. (Uriarte,
Iñaki: Diarios, 3er volumen:
2008-2010, Pepitas de calabaza, 2015, pág. 121).
En mi caso, muchos de estos halagos no suelen venir de
personas especiales, destacables por su cultura; se trata con frecuencia
de gente normal, sencilla, buena gente que simplemente me comenta que le gusta
cómo escribo o que me dice lo que le ha parecido tal artículo o que me agradece
que haya escrito sobre tal personaje local... Pero —lo que dice Uriarte— ¿por
qué nos agrada que elogien nuestra escritura personas que intelectualmente
tenemos en poca consideración, a menudo en ninguna? En algunos casos debería
ser suficiente el enfático halago de alguna de estas personas para
que te plantearas con seriedad: «si a esta le entusiasma..., mal asunto».
¿No
será que nos gusta que nos elogien debido al deseo, afanoso incluso, de ser considerados y admirados por unos méritos que creemos más que suficientes, por unos valores que consideramos altos? Se me ocurren unos cuantos términos que apuntan en esta dirección, entre los que se puede elegir a voluntad e incluso añadir alguno más: ¿vanidad?, ¿orgullo?, ¿inmodestia?, ¿presunción?, ¿altivez?, ¿fatuidad?, ¿arrogancia?,
¿engreimiento?...
Estoy muy de acuerdo contigo en lo último que escribes sobre los halagos. Opino que el hombre -haciendo un gran resumen del tema- lo que busca en esta vida es la supervivencia en este mundo, y todo lo que le aporta vida a él. le gusta, los halagos por ejemplo.
ResponderEliminarSaludos
Me alegra que estés de acuerdo conmigo, Toni; la verdad es que no conozco a nadie que le disgusten los halagos.
EliminarUn saludo.
Ja, ja, Pepe, siempre se quedan cortos!
EliminarTenías razón, Mariano, cuando decías que «siempre se quedan cortos».
EliminarUn saludo.