De niño oía hablar de la casa de Falange pero no la relacionaba
con el edificio que para mí siempre fue el del colegio de las monjas. Por lo visto,
antes de ser mi colegio, aquel caserón había acogido a los falangistas, unos
señores que mandaban mucha romana —sobre todo, con el brazo derecho—, que en
días señalados aparecían y se manifestaban en la puerta de la iglesia, junto a
la cruz de los caídos —de los caídos suyos, naturalmente—, cantando, brazo en
alto, el Cara al sol, ataviados con
camisas azules, correajes e incluso pistolas al cinto; ¡ah!, y algunos con una
bonita boina roja colocada en uno de los hombros, sujetada por una de las
trabillas que a modo de hombreras externas llevaba la camisa.
Así que, en el pueblo, Falange tuvo su sede, durante mis primeros
años de vida, en el edificio que ahora conocemos como Casa Grande, pero tuvo
que dejarlo cuando a mediados de los cincuenta tal edificio comenzó a utilizarse como sede de un colegio de monjas en el que, por desgracia, no tardaría en aterrizar un
servidor.
Continuará
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