En
mi mente fue así, por lo menos durante mi infancia: «el colegio» era el de las
monjas, y «las escuelas» fueron siempre «las escuelas de arriba», llamadas
también «escuelas graduadas»; no era lo mismo.
Recién
comenzada su andadura, a mediados de los cincuenta, me mandaron mis padres al
nuevo colegio que había sido abierto en el pueblo, un centro escolar a cargo de
las hermanas del Amor de Dios: hábitos azules, velos negros y un leve reborde
de tela blanca que enmarcaba la cara y bajaba, ahora sí mucho más visible, al
pecho, a modo de almidonado babero; solo la piel de la parte delantera de la
cara y la de las manos permanecían a la vista.
Aunque
no eran monjas de clausura, de escondido y constante encierro, un
servidor no entendía el que llevaran una vida tan apartada, tan misteriosa
(muchas de las oscuras estancias del colegio, algunas de las cuales vi ocasionalmente,
estaban vedadas al alumnado y resultaban también inaccesibles para la gente de
fuera, para las personas ajenas a la orden religiosa); tampoco entendí muy bien
aquello de que estas mujeres estuvieran casadas con Dios, todas, como las oía
decir con orgullo a ellas mismas:
era algo que me intrigaba.
Nunca
me gustaron aquellas monjas (ya conté en Abonico una pequeña historia que
reflejaba la maldad de una de ellas: «Juanbragas»). Un par de excepciones fueron Sor Auxilio, que recuerdo muy
lejanamente como una bondadosa viejecita, y Sor
María la buena, que, como se puede colegir, así la llamábamos por oposición
a Sor María la mala (dedúzcase por qué sería «la mala»); en la cara ya les notabas a estas
dos sores la bondad y la maldad respectivas: una cara blanca, despejada,
limpia, guapa... la de la monja buena, y una cara más oscura, picada de señales
dejadas por el acné, menos agraciada... la de la mala.
Continuará
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