Cada mañana de cada día lectivo de cada curso escolar de
entonces... un disgusto, pues no quería ir al colegio. Nunca. Y como no quiero
cargar a las monjas con la exclusividad de este sambenito, diré que no quise ir
a este primer colegio ni tampoco al siguiente, las escuelas de arriba —las
graduadas—, ni quise ir con posterioridad a otros centros también supuestamente
educativos: ¿¡Colegiofobia!?
Era tal mi alergia al colegio, y la consiguiente brega diaria
de mis padres para que fuera a clase, que constantemente tenían que estimular
de forma extraescolar mi asistencia; a menudo lo hacían premiándome antes de entrar
al centro escolar con una parada en la confitería del pueblo, que pillaba de
camino en la misma acera y justo unos pocos metros antes de llegar a él; allí
me compraban un dulce, que yo solía elegir entre un cuerno, mi favorito casi
siempre, un pastelillo de cabello de ángel, que prefería tostadico, una palmera, también tostadica...;
pero nunca un cordial, que me parecía muy pequeño, ni un bizcocho, que
consideraba muy seco, poco sabroso, ni tampoco una mil·loja —aún no milhoja—, con solo merengue entre dos obleas.
Debido a mi visceral rechazo a lo escolar, cuando las clases eran
suspendidas, por cualquier motivo, el que fuera, lo agradecía, y como pronto
advertí que el alegrarse de esto estaba mal visto entre los mayores, lo
celebraba para mis adentros. ¡Cuántas veces rezaría —por aquel entonces lo
hacía con frecuencia— para que hubiera ocurrido algo más o menos extraordinario
—enfermedad, accidente, derrumbe, inundación...— y no hubiera clase!
Muchos años después, incluso recientemente, me he encontrado
con gente que al saber de mis fatigas escolares me ha planteado que, para no
haberme gustado la escuela ni, tras ella, el instituto, cómo es que posteriormente
me hice maestro y me dediqué a la enseñanza, que cómo pude pasar después
cuarenta años en la escuela como docente, toda mi vida profesional.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario