Recuerdo
que en el almacén de la tienda de mi padre los chiquillos de la casa
disfrutábamos de dos rústicas alburzaeras que habíamos hecho nosotros
mismos, supongo ahora que ayudados por mi hermano, ya mayor, o por algún vecino
del barrio.
Cada
alburzaera consistía en dos cuerdas de cáñamo (el esparto era más basto
al tacto) que, a una distancia de unos setenta u ochenta centímetros entre sí,
colgaban en paralelo anudadas por su parte de arriba a una colaña de madera
destinada a sostener un altillo hecho con cañas, un sostre de difícil
acceso que corría a lo largo de un buen trecho del almacén. En la parte
inferior de las cuerdas colgantes, a una de las alburzaeras le habíamos
puesto como asiento un cómodo capazo de pleita cubierto con un retal de manta
para que, al sentarnos en él, no nos pinchase el esparto en los muslos y en el
culo; y la otra alburzaera tenía como asiento una barra cilíndrica de
hierro, de un par de centímetros de grosor y algo más larga que la medida que
separaba las cuerdas que la sujetaban, un hierro que habría servido con
anterioridad como barrote en la barandilla de alguna escalera, balcón o ventana
y que terminó convertido, como columpio, en un trapecio circense para diversión
de los chiquillos de la casa y algunos de los del barrio (también para las
chiquillas, a las que los críos nos gustaba mirarles las bragas durante sus más
contenidos alardes).
El
campeón en el trapecio, ¡cómo no!, era mi entonces admirado vecino Juanito, el Guti,
el indiscutible número uno, pero en aquella barra (columpio y trapecio a la
vez) todos podíamos lucir nuestras habilidades y, algunos —también, cómo no—,
nuestras torpezas. En
aquel rústico trapecio tratábamos de imitar lo que hacían los trapecistas de
verdad en los circos más bien pobres que muy de vez en cuando visitaban el pueblo
y que suponían todo un ilusionante acontecimiento para la chiquillería local; y
aunque era, como he dicho, un apaño casero montado en el farragoso almacén de
la tienda familiar, en él podíamos, desde sentarnos sobre la barra y alburzarnos
simplemente, sin muchas pretensiones, hasta echarnos sobre el hierro apoyándonos
en nuestro propio abdomen, e incluso podíamos también (solo los más atrevidos y
habilidosos) dejarnos caer para atrás sujetándonos a las cuerdas con las manos,
soltar estas a continuación y quedar colgados boca abajo, unos, por las corvas,
y otros, los menos, por la parte de los tobillos previamente enredados en las
sogas laterales.
Es
verdad que en aquel espectáculo nuestro con ínfulas circenses también había
imitaciones de la pareja de payasos, algo que no podía faltar en ningún circo
que se preciara (el payaso listo, con la cara blanca, y el tonto, con la nariz
redonda y roja, que era el que más nos hacía reír), y además se interpretaban
canciones —copla, en su mayoría—, que recuerdo cantadas por las chiquillas del
barrio, que remetían la parte delantera de su vestido en el interior de las
bragas para mostrar sus muslos de niñas cirqueras y así parecerse a las
cantantes y bailarinas del circo real. Y había igualmente en nuestro circo,
¡cómo no!, equilibristas, magos, malabaristas... pero todo esto debe formar
parte de otra historia que dejaremos para contar en otra ocasión.
Que tiempos...y que recuerdos nos traes Pepe. Cualquier tiempo pasado fue mejor
ResponderEliminarSaludos
Cualquier tiempo pasado fue anterior, dirían Les Luthiers.
EliminarGracias, Tony, por tu comentario.
Un saludo.