Cuando comencé a escribir este
artículo me acordaba muy lejana y vagamente de su protagonista, con
poca precisión, pero conforme me he ido centrando en los escasos
recuerdos que perduraban todavía con cierta claridad en mi cabeza,
poco a poco han ido apareciendo alrededor de ellos diferentes
detalles
de su perfil y
algunos otros
aspectos que al principio de estas pocas letras posiblemente hubiera
creído olvidados para siempre.
Me refiero a un chiquillo de
aquella Santomera de mis años infantiles al que, debido a sus
peculiares comportamiento y habla, yo prestaba mucha
atención cada vez que me lo encontraba (normalmente por la calle y
nunca solo, siempre con alguien mayor, a veces de la mano), un
chiquillo del que recuerdo casi bastante bien su físico (morfología,
piel, pelo...),
su actitud nerviosa (saltos, palmeo, taparse los oídos con las
manos...) y sus llamativas expresiones verbales (tanto el mensaje
como la manera de articular las palabras mientras palmeaba y saltaba
sin cesar en un continuo baile de San Vito).
Su nombre era Antonio y lo
conocíamos por su diminutivo murciano: Antoñico.
Y pronto dejé de verlo por el pueblo; creo que se lo debieron llevar
siendo aún niño, deduzco que a finales de los años cincuenta o en
los primeros sesenta como mucho. Desde entonces no he sabido de él,
si vive todavía, su paradero, cómo le ha ido...
Antoñico vivía al otro lado
de la carretera nacional que cruza el pueblo, en una casa frente al
solar donde después fue construido el casino; allí, en lo que ahora
es una calle paralela a la carretera, la
actual Concha
Castañedo,
había un horno de pan al que vinculo a nuestro personaje, un horno
cercano a la casa de mis padres, al que recuerdo haber acompañado a
mi madre en alguna ocasión, sobre todo en los días que preceden a
los navideños, llevando y trayendo bandejas con dulces de pascua, un
establecimiento con cuyos dueños o trabajadores tenía algo que ver
nuestro personaje, algún tipo de relación familiar.
En sus muy originales
manifestaciones locutivas, monótonas por repetitivas según mi
memoria, recalcaba incansablemente Antoñico sus peculiares mensajes,
casi siempre relacionados —los que recuerdo— con los coches, con
unos pocos automóviles «particulares» que por aquellos años había
en el pueblo, unos vehículos por los que el zagal sentía una
especial e irrefrenable atracción. Todavía retiene mi memoria los
nombres de los dueños de aquellos coches aunque se me ha ido la
imagen de los vehículos que tanto gustaban a Antoñico, y recuerdo
aquellos nombres tras tantos años, precisamente, gracias a las
expresiones verbales de aquel chiquillo, que, coreografiadas por él
mismo, dieron lugar a pequeñas historias posteriormente traducidas
en anécdotas que permanecen incrustadas en los lugares más
escondidos de mi cerebro, anécdotas que nunca he olvidado, incluso,
como he dicho, tras tantos años pasados desde entonces.
Y es que cuando nuestro amigo
veía uno de esos coches por el pueblo, pronto lo reconocía e
inmediatamente sabía de quién era, y con mucha alegría le
adjudicaba el nombre de su propietario, pongamos por caso, Moreno;
entonces, sin más preámbulo, empezaba a saltar alrededor del
vehículo como un guerrero masái, al tiempo que propinaba unos
magníficos chil•les
a la chapa de la carrocería, diciendo ininterrumpida y
atropelladamente, y simultáneamente a los chil•les
y los saltos: «coche
Moleno,
coche Moleno»,
varias veces (un par de ellas como mínimo). Y es que Antoñico no
articulaba bien el sonido de la «erre», y por ello también me
hacía mucha gracia cómo cantaba La
campanera (para él
«campanela»),
que le gustaba mucho, y El
ratón vaquero,
quizá su canción favorita, cuyo estribillo quedaba así en sus
labios: «♫El latón
vaquelo,
sacó sus pistolas...♫».
En
este rincón de la huerta murciana, a menudo utilizábamos entonces —y
ahora, aunque quizás menos— el término chil•le,
que pienso derivado de chirle, aunque este tampoco aparece
en el diccionario de la Real Academia Española. (Sí lo he encontrado en algún
vocabulario murciano —Diego Ruiz Marín—, pero no con el significado que aquí le
atribuimos). Lo que aparece en la obra de la RAE, con el significado que aquí
damos a chil•le,
es capirotazo,
de capirote y -azo. 1.
m. Golpe que se da, generalmente en la cabeza, haciendo resbalar con violencia,
sobre la yema del pulgar, el envés de la última falange de otro dedo de la
misma mano. El golpe —esto lo aclaro yo— era dado generalmente con el dedo
corazón. Aparece también en el DRAE chirlo.
3. m. germ. Golpe que se da a alguien, y chiclazo
como sinónimo de capirotazo.
También tenía nuestro
protagonista sus palabras para el coche del [tío] Viriato, expresión
que en sus labios quedaba como «coche
Viliato,
coche Viliato»,
siempre acompañada, ya saben, de alegres saltos arrítmicos y
continuos, además de sus famosos chil•les.
E igualmente ocurría (quizás
peor —con más tostón— para su dueño) con el automóvil del
Brigada («coche
Bligada,
coche Bligada»),
que, estando metiéndolo en la cochera, tenía que soportar al
chiquillo como incansable abejorro a su alrededor. Pronto preguntaba
Antoñico, como pidiendo permiso a la señora Angustias, la mujer del
Brigada: «¿Señola
Angustias, lo toco?»,
al tiempo que comenzaba a propinar a la chapa del coche aquellos
terribles chil•les
que, por potencia (y ello se detectaba en el volumen del sonido que
producían), amenazaban con abollar la carrocería. Todo esto lo
hacía nuestro joven personaje (ya lo he dicho, pero es importante
imaginarlo así) saltando con mucha energía, sin cesar, como
rebotando sucesivas veces en el suelo mientras mantenía el cuerpo
erguido (piénsese en la imagen de los saltos de exhibición de
fuerza, vistos en tantas películas, de los famosos guerreros
africanos que ya antes he mencionado, los masáis), siempre alrededor
del vehículo, y repitiendo muy cansinamente el mismo sonsonete de
melodía infantil,
un runrún que sacaba de sus casillas al Brigada: «¡♫que
no lo mete, que no lo mete♫!
—y a continuación,
sin pausa, como en un todo, repetía— ¿Señola
Angustias, lo toco?».
Fueron muchas las veces que me
pregunté, cuando escuchaba el sonido que producían los tremendos
chil•les
de Antoñico sobre la chapa de aquellos escasos coches particulares
del pueblo, si es que no se haría daño en el dedo: me parecía
imposible.
Adenda
Ya terminado el artículo, me
encuentro por la calle con algunos amigos que conocieron también a
Antoñico; les comento que he escrito lo que de él recuerdo, y ellos
me aclaran algún detalle que mi memoria había pasado por alto, como
el de que para nuestro joven protagonista cada uno de los coches que
veía era —entre saltos, palmadas y chil•les—
«coche bonito, coche
bonito», sobre
todo, deduzco, los que no eran del pueblo y por lo tanto de dueño
desconocido. Me dice uno de estos amigos que sí, que la familia de
nuestro joven personaje debió de cerrar el horno en el pueblo por
las fechas que antes he dicho, y me asegura que sus miembros se
fueron a vivir a la carretera de Alcantarilla, donde poco después
Antoñico murió atropellado por uno de aquellos vehículos
que lo llevaban de
calle, al que —imagino— no temería por tratarse de un «coche
bonito, coche bonito».
Leyendo tu articulo Pepe inevitablemente me viene a la memoria un personaje que pareciere calcado al Antoñico que tú describes,peculiar también en formas , gestos y lenguage,y con parecidas obsesiones.Como si de una reencarnación se tratara ya que lo que voy a contar a continuación sucedió hace bastante tiempo pero lejano a la época en que tú sitúas los hechos.
ResponderEliminarHablo de Ramón "el madaleno" y podemos situar la historia sobre el año 81 aprox. tambíén como digo un personaje "peculiar". En esta fecha el tendría unos 17 años.A Ramón le dio por aprenderse las matriculas de los coches, y en la época de la que hablo el parque móvil de Santomera era bastante numeroso.Bueno pues él se sabía casi la totalidad de las matriculas de los coches y a quien pertenecian.
Un dia le robaron el coche al Juan Jesùs el hijo del Juanico y como no recordaba la mátricula tuvieron que ir en busca del Madaleno para que este se la dijera para poder presentar la denúncia (en aquellos tiempos no había lógicamente la informatización de hoy).Ramón le dijo la mátricula exacta sin dudar ni un segundo...
Esta prodigiosa memoria la pude comprobar yo "en mis carnes" un dia de los tantos que coincidia con él en la puerta del casino, que le pregunté por la mia y me la dijo sin titubear MU4981T.
Prueba también de esta memoria es la simpática anécdota que al mencionar lo de casino he recordado, como tú dices Pepe a medida que hurgas en la memoria te van llegando matices...
Ramón siempre solia estar en los sitios con más afluencia de gente,en la puerta de la iglesia a la salida de misa y después en la puerta del casino a la hora del aperitivo sobre todo los domingos ya que muchas personas le daban dinero,5 pesetas,10 pesetas, 25 etc.algunas se lo daban sin él pedirlo y otras él los tenía como "fijos" a lus cuales pedía y estos religiosamente cumplian.
Uno de estos fijos era una persona que no recuerdo el nombre y que por razones de trabajo creo a veces se ausentaba del pueblo hasta dos y tres semanas.Este quizá fuera de los más o el más generoso con él pues cuando lo veía le daba veinte duros.
Hacía dos semanas-dos domingos que este personaje no aparecía por el casino.Al tercer domingo apareció y coincidió con el madaleno en la puerta del casino, se echa mano al bolsillo y se dispone a darle los veinte duros a lo que el madaleno al observarlo le espetó: No, no, son 300pesetas...jajajajajaj no se le habían olvidado los dos ausentes jajajaj prodigiosa memoria como digo.
Creo según me ha dicho mi hermano que ya no vive en el pueblo, no sé que habrá sido de él pero espero que siga memorizando mátriculas a diferencia del trágico final de Antoñico.
Un abrazo Pepe
Desde luego que sí: ¡el Madaleno!, otro individuo digno de atención. Circulan por el pueblo bastantes anécdotas sobre él. Ya te contaré en alguna ocasión la vez que tuve que recurrir a este personaje y lo que de ello derivó.
EliminarGracias, Paco.
Un abrazo.
El pelo de Antoñico era lacio, muy negro y brillante, sospecho que de la usual brillantina que se utilizaba en aquella época. Lo llevaba cortado con un flequillo en línea inclinada, algo que no era frecuente debido a las normas del “pelado” para chicos.
ResponderEliminarPocos han sido los conciudadanos que han padecido peculiaridades autistas o de naturaleza especial pero los que ha habido se despacharon a su gusto porque su memoria permanece en todos los que, por aquellos tiempos, éramos adolescentes y les conocimos muy bien. Un abrazo, Pepe.
Gracias, Antonio. Es cierto que por sus peculiaridades, la imagen de Antoñico permanece en muchos de los que lo conocimos; me imagino que, igual que a mí, también atraía mucho a otros aquella figura saltarina, parlanchina y chirlera del chiquillo.
EliminarUn abrazo.