He padecido —y padezco—
desde que me recuerdo como niño lo que después, avanzada ya mi
edad, supe, de labios de un famoso oftalmólogo, que eran —son—
«jaquecas oftálmicas», que en mi niñez se manifestaban —ahora
lo hacen de manera distinta— primero con unas «lucecitas» en la
visión, seguidas de dolor de cabeza y, posteriormente, de vómitos.
Y al principio, muy niño todavía, cuando sentía llegar sus
primeros síntomas, los visuales,
me refugiaba en los brazos de mi madre, que me acogía, me tomaba
en su regazo, me arrullaba..., me protegía con su gran cuerpo y me
calmaba con su enorme cariño, su amor maternal.
«Una madre para cien hijos,
sí; cien hijos para una madre, no»
Esta frase «suya» siempre la
entendí, pues ¡menuda pedagogía! Así te explicaba ella, con estas
pocas palabras y de esa manera tan directa y sencilla, lo que vale
una «buena» madre para sus hijos.
Mi mamá,
como la mayoría —de las de antes y de las de ahora— tenía
remedios para toda malura
(o
malencia,
que de ambas formas podía denominarse entonces), desde un
insignificante granito de nada hasta el dolor y la enfermedad más
graves. Y, normalmente, acompañaba la aplicación de esos remedios
con una «letanía», un rezo, a veces un tipo de «cura sana culico
de rana...» que en algunas ocasiones bien podía terminar diciendo,
en broma, con rima y todo, «si no cura hoy, curará mañana». Y...
solucionado. Bueno… o casi.
Cuando se trataba de una
pequeñez, de una cosa de nada, por ejemplo un granito, solo con
pasar la mano o con aplicar
con
el dedo un poco
de saliva era suficiente; supongo, claro, que influía el cariño con
el que ella lo hacía. Si era una picadura de mosquito, te clavaba
una de sus uñas —la del pulgar de la mano derecha—, pero, ¡ojo!,
dos veces y en forma de cruz, con lo cual solucionaba
«religiosamente» el problema.
Solo cuando la gravedad del
asunto era mayor, mi madre sacaba la artillería pesada; entonces
recurría a la infalibilidad de la ayuda de un santo del que era muy
devota, el Padre Damián,
el apóstol de los leprosos, cuya imagen —hábito blanco, crucifijo
en la mano— mantengo todavía con bastante claridad en la mente
gracias a una estampa que, repetida y a veces de buen tamaño y
enmarcada, frecuentaba las paredes y los cajones de los muebles en la
casa de mi infancia.
Llegado el caso grave,
continúo, mi madre me pasaba suave y continuamente, incansable, la
estampa del Padre Damián por la zona enferma (por ejemplo, recuerdo
en alguna ocasión, el pecho); posiblemente acompañaría la acción,
como he apuntado antes, con algún rezo, letanía, retahíla
religiosa... (no lo recuerdo, quizás porque lo hiciera mentalmente o
en voz muy baja), y la curación, aunque no fuera inmediata, llegaba,
seguro que llegaba. Podría ser, para los incrédulos, eso que ahora
llamamos efecto placebo.
¿Y si no llegaba...?
¡Bueno...!, pues... el hombre propone y Dios dispone, o... Dios
escribe recto con renglones torcidos, o... los caminos del Señor son
inescrutables, o..., en definitiva: Él tiene sus razones para todo,
¿quiénes somos nosotros para poner en tela de juicio sus
decisiones?
Quien no se conforma es porque
no quiere.
HERMOSOS RECUERDOS Y ATINADOS REMEDIOS DE MI AMIGO PEPE, como he dicho en Facebook.
ResponderEliminarGracias, Mariano.
EliminarUn abrazo.
Pues sí, lo irremediable, Pepe. Las “revistas del Padre Damián” eran de tal fe y se encontraban tan solicitadas en el pueblo que pareciese que todos hubiesen visto con mucha atención “Molokai” de Luis Lucia, 1959, con Javier Escrivá y un Carlos Casaravilla que era malísimo además de ser, para ní, un gran actor de reparto del cine español de la época. Pues ese islote de la islas Hawai emejaba nuestro pueblo y en él, la legión de “leprosos”, creyentes, que cuidaba el Padre Damián. Claro que, hasta pasado bastante tiempo no “se descubrió” que la lepra, enfermedad maldita entre las malditas en películas pseudoreligiosas, no era contagiosa como siempre se ha descrito. Pero r¡también, Pepe, esta cancioncilla era harto frecuente que la madre la cantase a sus hijos cuando, después de salir de la escuela, se pegaban un buen trancazo y llegaban a casa sin poder moverse de brazos o piernas… bien por ser brutotes o por las famosas: “¿… a que tú no lo haces?” En cualquier caso, tanto para ti como para todos los compañeros de aquella sana y perdida etapa de nuestras vidas, el culito de la rana era fundamental. Un gran abrazo,. Pepe.
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