Fue en el
curso escolar 1978-1979, y así, «sexto especial», fue denominado
el grupo que le adjudicaron al maestro con menos experiencia de todo
el claustro del colegio, a él precisamente. ¿Se imaginan por qué
llamarían 6º
especial a aquel grupo de escolares?
Lo de «sexto» es evidente: ese era el nivel del curso en la
entonces vigente EGB; y lo de «especial», porque... (sí, entonces
se podía y se solía hacer) ese sexto, esa clase había sido
conformada con un grupo de pobres zagales elegidos entre los más
desfavorecidos que había en el colegio, repetidores casi todos, y
algunos requeterrepetidores
y por tanto ya bien pasados de edad para ese nivel; y... sí, se los
adjudicaron al maestro más novato del centro, y, además, el aula de
esta clase fue ubicada fuera y lejos del edificio principal del
colegio, en una casa vieja de un barrio periférico de la localidad.
Ya el
primer día de clase, primer problema serio; de entrada, en la calle,
la madre de una alumna le dice al maestro que no piensa dejar que su
hija
(desde
luego bastante «desarrollada», aunque solo físicamente, como
pronto pudo comprobar el docente) entre a clase con los mindangos que
hay a la vista, que su hija ya es una mujer y que no…, que no se
fía. Al maestro le costó convencerla y ahora no recuerda los
detalles de cómo lo hizo, los argumentos que utilizó.
Lo que se encontró el joven
magister
en aquel sexto
especial fue un alumnado también
«especial», muy especial; sobre todo, un alumnado particularmente
duro, de lo más duro
por él conocido hasta entonces y —ahora lo sabe— desde entonces;
un alumnado encallecido
por circunstancias familiares, escolares, culturales…: sociales en
definitiva. Y, además de muy duro, y quizás por ello, era un
alumnado resistente (acostumbrado a castigos y palos: al mal trato),
tenazmente resistente a la pedagogía tradicional, la de la letra con
sangre entra.
Lo típico. Ya se sabe: alumnos
con un vocabulario escaso donde muchas palabras son sustituidas por
muletillas y tacos de todo tipo, donde expresiones como «mecagüen…»,
«si te meto una…», «que te den…»… estaban, a
comienzos de curso, dentro de clase, a la orden del día, como
también lo
estaban todo tipo de ofensas, riñas y peleas. Por ello se le ocurrió
al maestro, y lo ofreció a sus alumnos, poner un bote sobre su mesa,
una hucha de hojalata a la que irían echando —él
incluido—
un duro por cada
taco, por cada cagada, por cada ofensa, actitud violenta, falta clara
de respeto... Lo acumulado en el bote —les garantizó a los
chiquillos— sería utilizado en una merienda con la que toda la
clase se convidaría en los días previos a las fiestas de Navidad,
tres meses después.
Al principio no se lo tomaron
muy en serio; bromeaban sobre ello e incluso se provocaban unos a
otros para sonsacar al compañero el taco y, con él, la moneda
correspondiente:
—Ayer por la tarde vi a tu
paere
—decía un alumno a otro, tratando de pillarlo desprevenido—: iba
borracho en la bicicleta.
—¡Un capullo! —se
apresuraba a contestar enfadado el segundo chaval— ¡eso es
mentira!
—¡Maestro! —dirigiéndose
al docente, le faltaba tiempo al primero para denunciar a su
compañero—, ¡este ha dicho «un capullo»!, ¡que eche un duro al
bote!
También, aunque solo al
principio, se dio el caso de algún gallito que preparaba la moneda
por adelantado, llamaba después la atención del maestro, lo miraba
desafiante, soltaba el taco y, sonriendo, dejaba caer las cinco
pesetas en la hucha.
Con el tiempo, la cosa se fue
«normalizando», dentro del poco margen que había para ello. Lo
cierto es que llegadas esas previstas fechas navideñas, en el bote
había tres mil y pico pesetas que, desde luego, como había sido
acordado, fueron empleadas en refrescos, en pan y en companaje para
hacer bocadillos, resultando de todo ello una buena e inolvidable
fiesta.
Continuará.
Es habitual que lo inusual acabe atrayendo. Pero, claro, no siempre se va a estar siendo atraído por la inusualidad de tener que dar dinero a cambio y más en aquellos años. Lo cierto es que, cuanto menos, ese maestro utilizó un recurso que podría suponer un cambio aunque fuese por el dinero que no poseerían para golosinas o cualquier pequeña diversión. Y esta es la importancia de innovar en la metodología para atraer una atención perdida y para corregir sin ener que “hacer sangre”. Buena iniciativa. Veamos en qué acaba este famoso “sexto especial”. Un abrazo, Pepe.
ResponderEliminar