Llegando
a casa me encuentro en la calle a una vecina que espera para entrar
al edificio en que vivimos ambos, una mujer que no tiene la paciencia
suficiente para aguantar con buen talante a que su hija, una niña
pequeña que la acompaña y a quien previamente ha dado la llave de
la cerradura, termine de abrir la puerta de entrada a nuestra
comunidad de vecinos. Intransigente, se queja la buena señora y riñe
a la niña porque (dice bien alto para que yo la oiga) «no sabe
abrir la puerta», le reprocha a la chiquilla que «menudo tostón»
tiene que aguantar con ella, que le pide las llaves para abrir y
resulta que no sabe hacerlo, que tarda un año.
«No, señora —pienso de
inmediato, aunque me lo callo—, la filosofía debe ser la
contraria»: hay que tener paciencia y decirles a los pequeños,
desde muy temprana edad, que lo hacen bien, que son útiles, que
ayudan mucho, que sin ellos, sin su contribución, no podríamos
hacer las cosas tan bien como cuando «colaboran» con nosotros.
Resulta que a tareas que
odiarás y de las que huirás siendo adulto, te acercas de niño con
ilusión, porque te gusta hacerlas o ayudar a hacerlas, y más cuanto
más joven; te gusta ser útil, ser «grande»; y así ocurre por
ejemplo con los primeros recados —mandaos—
y otros quehaceres realizados por cualquiera, al principio dentro de
la propia vivienda, después a lugares cercanos y por fin a otros más
«aventurados».
***
De muy niño, un servidor se
sentía importante creyendo que le era de gran ayuda a la moza de la
casa en la realización de algunas pequeñas tareas domésticas, como
la de poner la mesa, la de tender la ropa o la de hacer las camas,
algo esto último de lo que me quedó un grato recuerdo: Había que
quitar la ropa del todo, doblar el colchón por la mitad, primero
hacia un lado, golpearlo —me gustaba— y después realizar la
misma operación tras doblarlo en la otra dirección —golpes de
nuevo: disfrute—; a continuación se extendía el colchón, se
uniformizaba la borra de su interior evitando en lo posible los
mendrugos y, ordenadamente, con meticulosidad y medida, se volvía a
colocar la ropa sobre él, bien puesta, con cuidado: sábana bajera,
sábana encimera, mantas, cobertor... y, por último, el bonito
dobladillo de la parte que había quedado sobre la almohada. Ahora,
que no me gusta nada, al hacer mi cama, me acuerdo a veces de aquella
pretendida y cuidada perfección, de aquel esmero para hacerlo bien,
y ello, supongo, por contraste con la rapidez y poco cuidado con que,
para salir del paso, soluciono últimamente el problema.
***
Siendo muy niño también, el
menor de mis hijos se quejaba de que siempre le tocaba a su hermano
hacer los mandaos
a las tiendas del barrio, y recuerdo la cara de alegría que puso
cuando su madre
le encomendó su primera tarea fuera de las cuatro paredes del hogar,
el día que lo mandó a comprar huevos a la tienda que había junto a
nuestra casa de entonces. (Aun así, la mamá, vigilante por si
acaso, desde el balcón observaría la salida del pequeño a la calle
y su itinerario de ida y vuelta). Tras
hacer la compra, el niño volvía
ufano
de la tienda llevando
en la mano la bolsa de los huevos y en la cara una notable
sonrisa de satisfacción:
todo perfecto. Comenzó
a subir la escalera que conducía al piso (la puerta de abajo, la de
la calle, permanecía abierta durante todo el día), pero, debido a
su tamaño, tanto el del niño —pequeño—, como el de la bolsa
—grande—, esta última llegaba a tocar los cercanos escalones
amenazando con la rotura de los huevos; ¿y…? Pues... el chiquillo,
resolutivo, alejó la bolsa de los escalones dándole un buen impulso
para pasarla por encima del hombro y echársela a la espalda. ¿Que
cómo quedaron los huevos?: imaginen.
***
Desde hace tiempo observo cómo
mis nietas quieren hacer las cosas sin ayuda,
solas, pues (según ellas, y dependiendo de para qué) son «mayores»:
comer, lavarse las manos, ir al aseo y limpiarse...; también se
empeñan en ayudarnos a los mayores en muchas tareas, algunas de
ellas —¿la mayoría?— fuera de su alcance. De modo que cuando
salgo en verano a la terraza para desplegar los toldos, ante el
empeño de las niñas por ayudarme, les digo, para que se sientan
útiles, que, mientras yo manejo la máquina que extiende o enrolla
las lonas, cada una de ellas debe sujetar con firmeza una de mis
adrede y teatralmente temblorosas piernas, para que así su abuelo
pueda realizar mejor el trabajo; y, ¿saben qué?, que funciona: se
sienten importantes, muy importantes, ya me encargo yo de destacarlo,
pues creo que es algo muy valioso en pedagogía, una pedagogía que
tradicionalmente se ha empeñado en señalar lo que el educando ha
hecho mal, cuando hubiera sido mucho más conveniente destacar sobre
todo lo que hace bien.
En un
mediodía de mucho calor del último verano pasado, me encontraba a
punto de salir a la terraza para «sacar» los toldos cuando Paula,
la mayor de mis nietas, me dijo que quería salir conmigo para
ayudarme. Dirigiéndome a las dos (es importante no dejar fuera a la
pequeña), les dije que hacía mucho calor a esa hora para que ellas
salieran a pleno sol, a lo que Paula me contestó que, entonces, si
no salían ellas conmigo, qué iba a pasar si me temblaban las
piernas al manejar la máquina, que quién me las iba a sujetar si no
estaban ellas para hacerlo. Tan maravillosa argumentación me arrancó
una buena sonrisa, y no tuve más remedio que darle, además de un
besazo, la razón; así que dejé que salieran ambas conmigo en pleno
mediodía de agosto y, segundos después, durante la faena, les
agradecí expresa y exageradamente lo bien que me sujetaban las
piernas, una cada niña, para evitar el temblequeo que la dichosa
máquina me transmite cuando la utilizo estando las chiquillas
conmigo.
Qué panzá a reír me he dado, tanto con lo de que Antonio se echara los huevos a la espalda como con lo de que tus nietas te sujeten las piernas al echar el toldo jajajajaja, solo con un pequeño esfuerzo qué felices se hace a los niños y qué bien se les enseña a colaborar en casa. Mi madre me decía siempre que me mandaba a la tienda "Y dile que sean/te la den buenas". Y yo, "Y dice mi madre que sean buenas" a lo que la tendera siempre respondía con una sonrisa. Un abrazo muy fuerte, Pepe. Mariano.
ResponderEliminarDe lo de Antonio y la bolsa de los huevos no tengo documentos testimoniales, pero de lo de mis nietas guardo alguna foto en la que se me ve con una enganchada a cada pierna en el asunto de sacar los toldos.
EliminarGracias, Mariano, un abrazo.
Desafortunadamente, las prisas actuales, la impaciencia no justificada o los impulsos negativos ante lo que se debe hacer perfectamente, son un mal cuasi irremediable. Es cierto, Pepe, dar una libertad progresiva en los quehaceres cotidianos liberan a los niños del decisorio sexo fuerte y débil, facilita las tareas comunes y no existe la vergüenza o risitas de qué se hace y por qué. Otro gallo cantara si, en nuestra etapa de adolescentes nuestras labores en casa hubiesen sido admitidas en cualquier faena a realizar. Nos enseñaron en la separación radical de funciones y esto es un retraso que pagamos ahora. Una abrazo.
ResponderEliminarGracias, Antonio, estoy de acuerdo contigo. En mi casa tratamos de contribuir a la educación de mis nietas buscando su felicidad, y solemos dar mucho valor a cualquier cosa que hagan, con la intención de que se sientan importantes, imprescindibles si puede ser.
EliminarUn abrazo.