De
acuerdo con el diccionario de la RAE, decimos que una persona es
«graciosa» para indicar que es chistosa, aguda, llena de donaire;
pero, menos académicamente, solemos llamar graciosas a esas personas
dotadas de una gracia sin impostación, a esas que tienen una
capacidad natural para divertir a los demás, que solo tienen que
abrir la boca para provocar sonrisas, risas y carcajadas a su
alrededor.
Traigo
hoy a Abonico
la figura de una de estas personas, aunque se me ha colado en el
relato, emparentada con ella, una segunda, también muy graciosa.
Ramón era,
cuando lo conocí, un señor ya mayor aunque no excesivamente, con un
físico sin mucho que resaltar, quizás porque no lo traté mucho:
bajo, un poco rechoncho, bastante moreno de piel, pelo negro…, con
un rostro del que se me quedaron fijados en la memoria un par de ojos
grandes, oscuros, muy expresivos, y unos labios carnosos, el inferior
quizás un poco más prominente y algo relajado, en una boca muy
habladora.
Solo su
nombre, Ramón,
resulta insuficiente para identificarlo, incluso para quienes lo
conocían bien; pero si tras el nombre añadimos su apodo, el
Mauricio,
será más fácil
saber de quién escribo, por lo menos para aquellos paisanos que
tienen ya una cierta edad. Así que hablo de Ramón
el Mauricio,
muy conocido en el pueblo como personaje muy gracioso, como
igualmente lo era su hermana, la
Fina del Trules
—también, lógicamente, la
Trulas—, otra
persona con merecimientos graciosos reseñables: ¿cosa de los genes?
Fina, con un físico parecido
al de su hermano, era forofa del Real Madrid, del que no se perdía
un partido por la tele, y gran admiradora, sobre todo, de uno de sus
jugadores: Hierro, de quien tenía una foto de respetable tamaño en
la puerta —o en un lateral, no recuerdo bien— del frigorífico de
su casa. Y en nuestro pueblo la recuerdo —una extraordinaria
atracción— ya mayor, junto a la banda lateral del campo de fútbol,
animando a los jugadores locales (con los años que hace, aún
recuerdo, literalmente, algunas de sus frases, así como el volumen,
la entonación y el timbre de su voz); lo mismo arengaba a los
jugadores de su equipo con expresiones como «¡¡¡Chinche, qué
cojones tienes!!!» y otras por el estilo, que gritaba increpando al
árbitro nada más salir este al terreno de juego: «¡cuergo
—su manera de decir cuervo—, si vas de negro es por algo!».
Chinche
era el apodo de un jugador del equipo local, conocido y valorado por
su pundonor —igual que Hierro—, que, como el madridista, también jugaba en el centro del campo.
Estamos hablando de personas
que digan lo que digan resulta divertido, y no precisamente por el
contenido semántico de su discurso, sino por cómo lo dicen, aunque
a veces se trate, sobre todo en boca de otros, de una grosería o de
un auténtico disparate.
Ramón
el
Mauricio,
el día que realmente lo conocí, estaba esperando el coche de línea
cuando yo, que iba a Murcia, pasé por delante de la parada; aunque
lo conocía solo de vista, detuve el coche junto a él y le pregunté
si iba para Murcia y si quería que lo llevara. Contento —se le
notaba en la sonriente mirada—, contestó que sí a las dos
preguntas, subió al coche y comenzamos una curiosa y divertida
conversación que a mí me dejó encantado y sobre todo me quedó
meridianamente claro qué tipo de persona era este hombre. Para ser
esta la primera vez que hablamos, supe a partir de entonces cómo
era, con qué gracia hablaba, con qué naturalidad se enfrentaba a
cualquier tema, y con qué tranquilidad decía cualquier cosa —aunque
fuera, ya digo, una barbaridad— y salía más que airoso.
Más que un diálogo,
realmente fue un interrogatorio, pues cuando le dije quién era yo, a
qué familia pertenecía —que fue lo primero que quiso saber—,
pronto me preguntó cuál era mi profesión y dónde trabajaba, si
estaba casado, si tenía hijos, cuántos… Fui contestando a todas
sus preguntas según me las hacía; le dije que era maestro y
trabajaba en un colegio de Murcia, que estaba casado, que tenía dos
hijos, pero que no tendría más, sobre todo, entre otras razones,
porque no podía; y entonces le conté que a mi mujer le habían
hecho una ligadura de trompas e intenté aclararle a continuación a
qué me refería.
Tratando de quitarle peso a lo
que creyó una profunda pena por no poder tener más hijos, el
Mauricio,
interrumpiéndome,
me dijo:
«¡eso no es na,
no te preocupes!; ahora, cuando las operan, no les quitan el gusto —y
añadió para terminar de convencerme—, a mi mujer hace tiempo que
“la limpiaron” de ahí abajo..., sí, de sus partes —y señalaba
con la mano la zona de sus genitales— y todavía se corre como una
yegua».
Así lo dijo, como lo leen,
tal y como lo he escrito, al pie de la letra, y a mí me impresionó
tanto lo escuchado y con la naturalidad que lo soltó, que nunca he
olvidado sus palabras:
¡¡¿Como una yegua?!!
Jajajajaja como para olvidarlo Pepe,tal cual le vino,con toda la naturalidad del mundo.En referencia al principio de tu escrito y más concretamente a lo del "cuergo" de la Trulas me viene a la memoria una anécdota de un personaje muy conocido precisamente por sus increpancias y su no muy buen trato para con los árbitros,lingüisticamente hablando.
ResponderEliminarEn un partido del Santomera antes de iniciarse el encuentro y cuando el árbitro pasa delante de mí ,que estaba sentado en la grada de cemento que había en el lateral del campo, dirigiendose al centro del campo,oigo trás de mí la voz de este individúo que le grita "¡ Vamos árbitro,que eres hijo del Molinete "!
Posteriormente me enteré que el árbitro era de Cartagena y que "El Molinete" es el barrio de las putas.
Saludos.
Paco González Soto
Una manera de decirle «hijo de...»
EliminarGracias, Francisco.
Me has hecho recordar a dos grandes personas que han sido mucho en mi vida. Mi madre y mi padrino. Los has retratado perfectamente bien.
ResponderEliminarMuchas gracias Pepe.
Roberto Palma
Ya sabes, Roberto, que me caían ambos muy bien.
EliminarGracias a ti.