Publicado
en LA CALLE,
REVISTA DE SANTOMERA, Nº 156 / JUNIO 2016
Yo envidiaba a su hijo, Paquito,
el Paquito de la Dolores,
de La Dolores del quiosco;
¿saben por qué?: porque Paquito tocaba la caja
—entonces era el tambor— en la banda de música de[l]
José [el]
Abellán; y de todos los
instrumentos de la banda, a mí el que más me gustaba era el tambor:
siempre me atrajeron los tambores. Todavía me pregunto si me
equivoqué cuando, mucho después, en el conservatorio, elegí la
flauta de pico
como instrumento; a menudo he pensado que debí haber tomado el
camino de la percusión, para la que, creo, tengo una mejor aptitud.
¡Ah, Paquito!, ¡cuántas veces lo habré imitado en el almacén de
la tienda de mi padre, tocando sobre alguna lata de galletas Cuétara
u otra cosa que funcionara como un tambor, con un par de
palitos quitados a sendas perchas de colgar la ropa!; recuerdo que
tocaba como si estuviera en una procesión: pon, pon, pon, porropón…
Dolores, la madre de Paquito, tenía un quiosco enfrente justo
y a escasos metros del Cine La Cadena; por eso se la
conocía en el pueblo como La Dolores del quiosco.
Vivía separada del marido y solía estar sola en su
miniestablecimiento; a Paquito recuerdo haberlo visto poco por
allí. Era delgada, fibrosa, de movimientos rápidos, siempre activa
en los escasos metros de su pequeñísimo local, salvo si la pillabas
comiendo, pues lo hacía allí mismo, en el quiosco, sobre una mesita
pequeña situada en una esquina.
De negro o con prendas oscuras, el pelo recogido en un moño grande y
bajo, sobre la nuca, Dolores era una mujer sobria, seria, pero nunca
desabrida: no le recuerdo un mal gesto; todo lo contrario: la
recuerdo correcta, educada, atendiendo bien a la clientela formada en
su inmensa mayoría por niños, que, espero, la recuerden como yo,
con cariño.
Dolores, años después, en su
quiosco
Allí, en el quiosco, podías comprar, según temporadas y
disposición pecuniaria, canicas —de barro, de piedra, de cristal—,
trompas —de distintos tamaños, todas de madera, de punta fina casi
puntiaguda o más gruesa y redonda—, cromos, estampas para
determinados álbumes que siempre quedaban sin completar, petardos,
carretillas, mixtos de trueno... En verano tenía polos de hielo, de
dos reales —los más pequeños, redonditos, como conos truncados—,
y de peseta —más grandes y poliédricos—; y en todo tiempo había
pipas, caramelos, golosinas, chucherías... y, muy importante, tebeos
—todavía no nos había llegado la palabra cómic—, de los
que había para alquilar y también para vender; los alquilados eran
leídos frecuentemente allí mismo, frente al quiosco, a unos pocos
metros, en los escalones de cemento que daban entrada al Cine
La Cadena. Posteriormente he escuchado más de una vez, con
bastante razón, que los tebeos del quiosco de La Dolores supusieron
una buena escuela de lectura para mucha gente.
Junto al quiosco, pegado a él en un lateral pero a cubierto, hubo,
durante muchos años, un futbolín, que también desempeñó entre la
infancia y juventud del pueblo su función de entretenimiento,
disfrute y desarrollo de pillerías y habilidades motrices.
Ahora, cuando de vez en cuando veo a Paco
acompañando a su nieta al mismo colegio que va una de las mías, o
cuando me lo encuentro paseando por las calles del pueblo, me quedo
con ganas de decirle dos cosas: la admiración que por él sentía en
mi infancia cuando lo veía vestido de músico en la banda, y lo
importante que fue su madre, el quiosco de su madre, el de la
Dolores, para la chiquillería del pueblo, para mí.