SECCIONES

viernes, 13 de julio de 2018

El Guti (1)

No hace tanto, entre bromas, me contó que estaba hecho polvo porque se le amontonaban los problemas de salud: artrosis, azúcar, hipertensión, próstata... Se lamentaba de que no podía (no debía, pues el médico se lo había «prohibido») comer jamón ni lomo ni dulces ni...; y, con humor, añadía: «¿¡para qué quiero vivir así, si solo puedo comer hierba!?», utilizando la palabra «hierba» en una clara alusión a la verdura. En fin… digno de escuchar. Últimamente parece que le va mejor, aunque a costa de cocacolas zero, cervezas sin alcohol y cosas por el estilo.
Ha transcurrido mucho tiempo desde los aconteceres que quiero esbozar aquí ahora. Él, tres años y pico mayor que yo, era entonces, hace ya más de sesenta, mi ídolo, mi protector, todo un héroe: fuerte, valiente, buena persona...: «sano», en todos los sentidos del término. Lo admiré mucho durante mi infancia, y seguí apreciándolo después y ahora, aunque ya no con los ingenuos ojos de entonces.
Para mí era Juanito, por lo menos en aquellos años, que son, aunque nos conocemos de «toda» la vida, los del personaje que tengo en la mente mientras escribo, el que tanto valoré, el que quiero traer aquí. El Juanito de aquellos tiempos sería después Juan para quien esto escribe, pero en el pueblo pronto pasó a ser el Guti.
El Guti (anteponer el artículo en los apodos locales es importante), ya desde temprana edad realizaba trabajos duros, para mí impropios de un chaval. Después, cuando su padre murió siendo él todavía joven, abandonó unos estudios que había comenzado tarde pero llevaba bien, y se hizo cargo de las tareas de su progenitor; así que a partir de entonces tuvo que atender la tienda familiar, ir a la lonja diariamente, matar semanalmente los cerdos cuya carne y derivados eran vendidos por su madre en el comercio..., además de realizar las labores agrícolas en unas decenas de tahúllas de tierra que tenía, unas pocas de ellas junto al cementerio.
Así que JuanJuanito para mí, ya lo he dicho— terminó siendo en el pueblo (diferentes versiones, según quiénes lo nombraran) Guti, Goti, Buti, Boti... (primero y último, los más frecuentes). El apodo viene (está formado por sus cuatro primeras letras) de butifarra, botifarra, gutifarra, gotifarra, que de todas estas formas he oído llamar aquí al popular embutido, según la persona que se enfrentase al término.
El Guti, para muchos físicamente poco agraciado, era atractivo para mis ojos de entonces: atlético, intrépido, listo… Desde luego que realmente era —es, ahora más todavía— bajo de estatura, de piernas cortas y arqueadas (el piernas torcías he oído llamarlo también), de piel bastante blanca y pecosa (huevo pava, para muchos), con un chichón o zona pelada en la parte posterior derecha de la cabeza, un pequeño calvero que yo había idealizado como procedente de una pedrada o golpe producto de sus hazañas, y que realmente fue debido (me lo ha dicho no hace mucho) al uso de fórceps en el momento del parto. También he oído llamarle lo peor del cochino, por el valor adjudicado a la butifarra entre los productos marraneros. Pero nunca, jamás, y ello denota su carácter, lo he visto mostrar disgusto o enfado por alguno de esos apelativos.
Si un servidor jugaba a las bolas y perdía una cantidad considerable, antes de que me empuliaran él tomaba mi puesto, jugaba en mi lugar (me dice ahora que yo le llegaba lloriqueando: «Juanito, me han ganao las bolas»), recuperaba mis pérdidas y, para completar mi alegría, ganaba algunas más: ya digo, un héroe. Por cierto, lo recuerdo en este juego, el de las canicas, con la yema del dedo índice de la mano derecha sangrando porque en ella se clavaba la uña excesivamente larga del pulgar de esa misma mano al impulsar su bola para bochar alguna de cualquier jugador rival. Siempre ha sido bastante descuidado y, también, algo bruto, ahora lo percibo con más claridad.
¡Cómo no lo iba a apreciar! Una noche, estando juntos disfrutando una película del oeste en el gallinero del Cinema Iniesta, sentí de repente un agudo dolor en el abdomen —como de apendicitis, deduzco ahora— y él, sin dudarlo, me cargó como un fardo a sus espaldas y, corriendo, pero corriendo de verdad, me llevó a mi casa a coscaletas (en mi mente, cuhcalétah), que era como llamábamos el llevar cargado a la espalda, a cuestas, a alguien, que se agarraba al cuello del portador, como subido a un caballo bípedo.
Cuando los chiquillos del barrio jugábamos a «hacer» circo (en el patio de la posá, en el almacén de la tienda de mi padre, en la calle...), él era el más atrevido y el que mejor hacía —a veces, el único que las hacía— las cosas más difíciles y arriesgadas (trapecio, contorsiones, volteretas y otras acrobacias...), siempre sin miedo alguno: nunca detecté en su cara, en su actitud, el menor asomo de temor ante cualquier desafío.
Ya más mayorcico, lo recuerdo en competiciones de fuerza donde dos antagónicos jóvenes forzudos, sentados en el suelo, con las piernas rectas y un poco abiertas, uno frente al otro y en contacto solo por las plantas de sus pies, tiraban, cada uno en su dirección, de un mismo palo horizontal, un astil de azada perpendicular a la línea que unía a ambos rivales, a los dos contendientes que tiraban de él hasta que el trasero de uno de ellos era levantado por la fuerza del otro, del vencedor. Sus oponentes —el Carrillo, el Jeromín— también eran muy fuertes y no recuerdo quién ganaba con más frecuencia pero yo siempre me ponía de parte d'el Juanito, del Guti.
Continuará

viernes, 6 de julio de 2018

Tres certificados

En una publicación local lee que ha muerto quien fue párroco del pueblo en aquellos años en que él terminó sus estudios en la Escuela Normal y comenzó su andadura como docente. Examina con detenimiento el artículo de la revista, se fija en la cara del cura que aparece en la foto que acompaña al texto y se detiene después, con intención, en las cifras de los años en los que este señor fue párroco de la localidad. Y de lo observado en todo ello deduce que sí, que debió de ser este el cura que entonces «tuvo que certificar» su buena conducta moral y religiosa. Pronto sus neuronas se ponen en marcha.
Y es que, para, ¡por fin!, obtener el título de maestro, una vez terminados los estudios de magisterio, nuestro joven necesitaba tres certificados de buena conducta: uno del alcalde, otro de la guardia civil y otro del cura. (¡Ojo!, que ya corrían tiempos cercanos a la muerte del dictador que gobernaba el país con mano de hierro.)
Cuenta él mismo que no hubo grandes problemas para conseguir los tres documentos, y supone que facilitarían las cosas un par de factores favorables: por un lado, las fechas que marcaba el calendario, en las que la represión de la dictadura ya había comenzado a «suavizarse» (y marca muy visualmente en el espacio con los dedos índice y corazón de cada mano las comillas de la palabra «suavizarse»), unos años en los que el Régimen había relajado parte de su ensañamiento; y, por otro lado, el hecho de pertenecer a una familia afecta a ese Régimen, pues el paterfamilias era, aunque tibio, simpatizante del generalito.
Conseguir el certificado que tenía que hacerle el alcalde pedáneo fue fácil; solo tuvo que aguantar unas pocas bromas y alguna payasada (así era —sonríe cómplice— el entonces mandamás local) para acabar con el papel en el bolsillo.
Para hacerse con el papelito de la guardia civil tampoco recuerda que hubiera algún inconveniente, nada de particular. No sabe si, además de las simpatías políticas del padre, comerciante, estuvieron por la labor los productos (cajas de galletas, latas y botes de conservas...) que la benemérita «se llevaba» anualmente de la tienda para celebrar el día de su patrona.
Únicamente para el certificado que tenía que expedirle el cura hubo un pero, y no pequeño en un principio: el señor párroco le dijo, y con razón, que él no lo conocía, que no lo había visto por la iglesia y que, por lo tanto, ¿¡cómo podía certificar —y de eso se trataba— que era un buen cristiano!? (o buen católico, no recuerda qué término utilizó el páter); pero, a continuación, pensándoselo un poco, tras unos segundos de suspense que comenzaron a inquietar a nuestro joven protagonista, el párroco añadió que a pesar de ello le daría el certificado; y así lo hizo: «gracias, señor cura —dice—, se portó usted bien».
Con el tiempo, muchas veces ha tratado de imaginar qué hubiese pasado si hubiera tenido que ir a pedir los tres certificados siendo miembro de una familia fichada políticamente, siendo hijo de alguien calificado como claro desafecto al Régimen (desafectos les llamaban los afectos, advierte con mucha intención), alguien descendiente de un activo opositor a la Dictadura, algo no tan infrecuente en aquellas fechas. Al respecto, sabe que la guardia civil, los curas, los alcaldes… tenían sus propios ficheros en los que calificaban a la gente como les parecía: «rojo», «no va a misa», «maricón», «blasfemo», «inmoral»…; y conoce lo que pasó en muchos casos, como, por ejemplo, el de Juan Madrid, uno de los grandes narradores del género negro en nuestro país, a quien (se pueden leer sus palabras en la prensa) no dejaban ejercer como profesor por carecer de certificado de buena conducta social y moral.
«¿Se puede? Buenos días: que vengo a solicitar un certificado de buena conducta».

viernes, 29 de junio de 2018

Carmen Cavallaro

Llegué a la música de Carmen Cavallaro a través de Woody Allen, que utiliza una de sus interpretaciones en Poderosa Afrodita. Me encontraba escuchando el disco que contiene la banda sonora de la película de Allen (buena música, como es costumbre en el gran director estadounidense) y, leyendo los títulos de las distintas pistas, me encontré con lo que entonces creí un nombre de mujer: Carmen Cavallaro; pero, ¡sorpresa!, buscando en Google di con un señor que fue calificado en su época como «el poeta del piano»; sí, eso mismo, que tocaba el piano poéticamente, que hacía cantar líricamente al instrumento. No, no crean que eso lo hace cualquier pianista, no por lo menos como Cavallaro; él tenía algo especial, algo que lo convirtió en un intérprete muy admirado en su tiempo.
Carmen Cavallaro (1913  1989), pianista estadounidense de música ligera, de los más expertos y admirados de su generación.  (Wikipedia)
¿Y qué les pongo de Cavallaro para que puedan comprobar su maestría, su «poesía pianística»? Lo mejor que pueden hacer es buscar —en Youtube es muy fácil— y escuchar sus versiones: Aquellos ojos verdes, Perfidia, Arrivederci Roma, Moon river, La chica de Hipanema, La mer, Las hojas muertas..., por poner solo una pequeña muestra.
Pero yo les quiero adelantar una cata para que escuchen cómo el poeta del piano tocaba Manhatan, la obra que me lo dio a conocer en Poderosa Afrodita. Es una canción de Richard Rodgers y Lorenz Hart, que pueden escuchar también a grandes intérpretes vocales, como Ella Fitzgerald, Dinah Washington, Blosson Dearie, Lee Wiley...

viernes, 22 de junio de 2018

Hoy, nada

Leyendo a  Iñaki Uriarte (Diarios, tercer volumen, 2008-2010, Pepitas de calabaza, pág. 15) me entero de que el rey francés Luis XVI escribió en su diario, el 14 de julio de 1789, justo el día de la toma de la Bastilla, el del inicio de la revolución que llevaría al monarca a la guillotina (la Revolución Francesa):
Hoy, nada

viernes, 15 de junio de 2018

Esfalijar


La he oído desde mi infancia y ahora quiero traerla a Abonico: «esfalijar», una palabra a la que veo un recorrido parecido a «esfaratar», que ya traté aquí (Esfarataores); como ven, palabras que ni con el mucho tiempo transcurrido se me van de la cabeza, quizás porque, aunque no las uso, muy de vez en cuando las oigo todavía y aun hoy me resultan chocantes.
Lo cierto es que en mi juventud escuché bastante la expresión «si te pego una hostia, te esfalijo» (pronúnciese lo más aproximado que se pueda a «si te pego una hohtia, t’ehfalijo»). También escuché con bastante frecuencia que una persona iba ehfalijá, o que estaba ehfalijá, o que, tras un repaso, la habían dejao toa ehfalijá.
«A los 40 años, mi hijo dijo pijo», dice alguien castizo, socarrón, para referirse a quien hace, dice o cae en algo muy tardíamente. Y eso o algo parecido me pasó a mí con esfalijar, pues fue ya de mayor, de bastante mayor, que me di cuenta de que dicha palabra podía, debía... tenía que venir de «desvalijar»: torpe que es uno.
Y, claro, busco y... encuentro, y para ustedes resumo lo que me interesa, tratando de evitar, eso sí, darles la paliza excesivamente. Dice Justo García Soriano (Vocabulario del dialecto murciano) que «uno de los fenómenos peculiares más característicos del habla vulgar de la región murciana» es la conversión en «f» del sonido representado por las letras «b» o «v» cuando van precedidas de «s», desapareciendo la «s» o dejándola oír tenuemente —a lo murciano, diría yo— delante de la «f».
Y así, ¡claro!: ehfaratar (desbaratar), ehfrozar (desbrozar), ehfarajuhte (desbarajuste), esfarar (esbarar, también esvarar: ‘resbalar’) y la que ahora nos interesa, ehfalijar (desvalijar), por poner unos pocos ejemplos que me vienen a la cabeza.
En García Soriano (obra citada) esfalijar es desvalijar, trastornar; en Diego Ruiz Marín (Vocabulario de las hablas murcianas) es romper, trastornar, desordenar; y en otras obras he encontrado, además, como significados de esfalijar, otras palabras que lindan semánticamente con las anteriores: desbaratar, deshacer…
Así que, conocido lo que en nuestra tierra significa esfalijar, tengan cuidado si alguien de estos pagos se dirige a ustedes en cualesquiera términos pretendiendo esfalijarlos; sí, ya saben lo que aquí quiere decir «si te pego...».

viernes, 8 de junio de 2018

Reacios al caviar


Dice George Steiner, en Errata: El examen de una vida, Siruela, 2009, pág. 149: «[…] ¿Qué derecho tiene el mandarín a imponer la “alta” cultura? ¿Qué licencia posee el pedagogo o el así llamado intelectual para introducir por la fuerza sus prioridades esotéricas y sus valores en las gargantas de lo que Shakespeare llamaba “el gran público” (los reacios al caviar)? […]».
Aclaración: En Hamlet, de William Shakespeare, el personaje principal, Hamlet, habla con unos actores y les pide que reciten un fragmento de una obra; al preguntar uno de ellos que cuál, él le dice que uno que nunca se representó, o que a lo sumo se hizo una sola vez, pues, según recuerda, la obra no gustó a la multitud, era caviar para el público («¡Echadle caviar al vulgo!», dice la traducción del Instituto Shakespeare).
Georges Steiner (París, 1929), que recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2001, es uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo, de los grandes de verdad.
Para un saber canónico, es preferible acudir al canonista mayor de estos últimos sesenta años, esto es, a George Steiner. (Antonio Martínez Sarrión: Escaramuzas, Alfaguara, 2011, págs. 188-189).
Está claro que con la expresión «los reacios al caviar» se refiere Steiner a lo que Shakespeare llamaba «el gran público», a la mayoría de la gente. Y supongo que con ese «caviar» está aludiendo a lo bueno, a lo de más calidad, a lo exquisito, pero no precisamente en el terreno concreto gastronómico, ¡claro! El caviar al que se refiere Steiner, entiendo, es el arte de calidad, la buena música, la buena literatura, el buen cine... LA ALTA CULTURA.
Y utiliza el término «reacios»… pues… porque hay gente, muchísima, a la que se le empalaga este tipo de refinados alimentos de alta cocina cultural, ya que «donde estén un par de huevos fritos... (riquísimos, por otra parte, fuera de la metáfora) ...que se quite lo demás».
Quizás lo que habría que preguntarse es el porqué de que haya tanta gente reacia a esta alta cocina. Y se me ocurre que se debe a que para saborear ese caviar cultural, para disfrutarlo, hace falta preparación, conocimiento… dedicación: en definitiva, hace falta esfuerzo. El conocimiento, el de calidad, es el único caviar que no se puede conseguir solo con dinero, o por herencia, ni te puede tocar en suerte, como la lotería; cada uno tiene que recorrer su propio camino en pos de «su» caviar.
¿«Su» caviar? Sí, creo que cada uno tiene el suyo, que no tiene por qué ser el mismo que el tuyo o el mío, aunque haya unos hitos en la historia de la cultura que suelen ser comunes o bastante comunes, y que son caviar-caviar, excelente caviar. Y tengamos presente que el buen caviar es tan abundante que cada cual puede tener sus más o menos amplias parcelas dentro de él, que, además, entre ellas, las de unos y las de otros, forman intersecciones; sí, como las de los conjuntos de las llamadas matemáticas modernas.
Vaya como ejemplo un gráfico de intersección de conjuntos de caviar musical, limitado a unos pocos nombres «clásicos» elegidos a la ligera y no todos ellos entre mis preferidos.
En el gráfico aparecen representadas tres personas, cada una, por un círculo: el Sr. Verde, el Sr. Rojo y el Sr. Azul, los tres colores del gráfico. Dentro de cada círculo, expresado con nombres de compositores musicales, está el caviar preferente de la persona representada por ese color. En la intersección de dos círculos cualesquiera aparece el caviar musical que comparten las dos personas en cuestión. Y en el centro, dentro de los tres círculos, el caviar que comparten las tres personas del ejemplo: Bach, Mozart y Beethoven, por poner un caso prototípico.
Y para acabar, una aportación complementaria debida a la maravillosa pedagogía de Joaquín Rábago, El Roto, en una muestra de lo que es caviar para algunos —¿bastantes? ¿muchos?—, espero que no para quienes esto leen.
El Roto, 05-04-2015 en El País



viernes, 1 de junio de 2018

El Rojo de la Payana

Aunque lo recuerdo como el Rojo de las Payanas, porque así lo escuchaba de niño y lo asociaba al negocio (una tienda de frutas y verduras, de las de entonces) que regentaban cerca de mi casa dos hermanas suyas, me aconsejan ahora que lo escriba en singular, pues la Payana era su madre; así que él era, por tanto, el Rojo de la Payana.
Mi mente, entonces muy infantil, entendía lo de rojo por el color de su piel y de su pelo, que eran de ese tono, pero con el tiempo pensé que el apodo podría haberse referido además a sus ideas políticas, también de ese color; así que, en todos los sentidos, lo de «rojo» le venía que ni pintado.
En mi infancia «le cogí» miedo, y he supuesto después que quizás se lo tenía, además de por su imagen, también, y sobre todo, porque escucharía a algunos mayores decir de él, más o menos, que era un diablo con cuernos: malo, rojo, comunista..., uno de los culpables de la guerra civil, de los que quemaban santos e iglesias, y qué sé yo cuántas horribles cosas más.
Después, siendo yo adulto y él ya bastante mayor, pude conocerlo mejor, y con el tiempo fui descubriendo a la buena persona que, oculta tras la imagen terrible que me habían inculcado, había en él. Por tanto, la cosa cambió y la opinión que de él me había formado de chiquillo (me habían formado, mejor dicho) dio un giro de ciento ochenta grados: mi valoración se situó en las antípodas de la anterior infantil y llegué a apreciarlo bastante. El Rojo de la Payana era un buen hombre.
Joaquín era su nombre, y lo recuerdo como un hombre de buenas maneras, prudente, contenido, sosegado, conversador, con un discurso que pretendía didáctico, tratando de explicarlo todo con sencillez, con pedagogía, y siempre en un conciliador «tono» de voz y en un apianado volumen: jamás le oí levantar la voz para tratar de imponer su criterio.
Practicaba un hablar lento, parsimonioso, con algún problema en el ritmo: pequeños atranques. Me dice su sobrino Fernandín que, según un amigo médico, esas arritmias en la locución pudieron deberse a los «repasos» que durante mucho tiempo le dieron periódicamente —todos los miércoles, dice— en el cuartel de la guardia civil: por republicano, por rojo, por comunista.

El diccionario de la Real Academia Española dice que «dar un repaso a alguien» es una locución adverbial que coloquialmente significa «demostrarle gran superioridad en conocimientos, habilidad, etc.». Pero aquí en nuestra zona solemos utilizar dicha expresión, además de con el significado de la RAE, con otro adjudicado localmente, uno que hemos encontrado en obras de consulta referidas a nuestra habla murciana, un significado que coincide con el que utilizamos en este artículo:
repaso. M. 2. Advertencia, bronca, paliza. (Diego Ruiz Marín (2007): Vocabulario de las hablas murcianas, Murcia, Diego Marín).
El sobrino de Joaquín se emociona cuando habla de este tema, y me cuenta, tratando repetida e inútilmente de contener las lágrimas, que, terminada la guerra, se hallaba su tío en Francia cuando le dijeron que podía volver a España tranquilamente, sin preocuparse; que, puesto que no tenía las manos manchadas de sangre —frase muy utilizada entonces—, no había nada que temer.
¡¿Nada que temer!? A su vuelta, justo un poco antes de la entrada al pueblo viniendo de Murcia, lo estaban esperando, adivinen quiénes, para llevarlo al cuartel y comenzar los repasos. Sí, porque, por lo visto —por lo escuchado y por lo leído, sobre todo—, en aquellos tiempos, en los cuarteles de la guardia civil —también en el nuestro— a algunas personas, periódicamente, semanalmente en el caso de Joaquín, les daban un buen repaso; sí, aunque se tratara de buena gente.