En una
publicación local lee que ha muerto quien fue párroco del pueblo en
aquellos años en que él terminó sus estudios en la Escuela Normal
y comenzó su andadura como docente. Examina con detenimiento el
artículo de la revista, se fija en la cara del cura que aparece en
la foto que acompaña al texto y se detiene después, con intención,
en las cifras de los años en los que este señor fue párroco de la
localidad. Y de lo observado en todo ello deduce que sí, que debió
de ser este el cura que entonces «tuvo que certificar» su buena
conducta moral y religiosa. Pronto sus neuronas se ponen en marcha.
Y es que,
para, ¡por fin!, obtener el título de maestro, una vez terminados
los estudios de magisterio, nuestro joven necesitaba tres
certificados de buena conducta: uno del alcalde,
otro de la guardia
civil y
otro del cura.
(¡Ojo!, que ya corrían tiempos cercanos a la muerte del dictador que
gobernaba el país con mano de hierro.)
Cuenta él mismo que no hubo
grandes problemas para conseguir los tres documentos, y supone que
facilitarían las cosas un par de factores favorables: por un lado,
las fechas que marcaba el calendario, en las que la represión
de la dictadura ya había comenzado a «suavizarse» (y marca muy
visualmente en el espacio con los dedos índice y corazón de cada
mano las comillas de la palabra «suavizarse»), unos años en los
que el Régimen había relajado
parte
de su
ensañamiento; y, por otro lado, el hecho de pertenecer a una familia
afecta a ese Régimen, pues el paterfamilias
era, aunque tibio, simpatizante del generalito.
Conseguir el certificado que
tenía que hacerle el alcalde pedáneo
fue fácil; solo
tuvo que aguantar unas pocas bromas y alguna payasada (así era
—sonríe cómplice— el entonces mandamás
local)
para acabar con el papel en el bolsillo.
Para hacerse con el papelito de
la guardia civil tampoco recuerda que hubiera algún inconveniente,
nada de particular. No sabe si, además de las simpatías políticas
del padre, comerciante, estuvieron por la labor los productos (cajas
de galletas, latas y botes de conservas...) que la benemérita «se
llevaba» anualmente de la tienda para celebrar el día de su
patrona.
Únicamente para el certificado
que tenía que expedirle el cura hubo un pero,
y no pequeño
en un principio: el
señor párroco le dijo, y con razón, que él no lo conocía, que no
lo había visto por la iglesia y que, por lo tanto, ¿¡cómo podía
certificar —y de eso se trataba— que era un buen cristiano!? (o
buen católico, no recuerda qué término utilizó el páter); pero,
a continuación, pensándoselo un poco, tras unos segundos de
suspense que
comenzaron a inquietar a nuestro joven protagonista, el párroco
añadió que a
pesar de ello le daría el certificado; y así lo hizo: «gracias,
señor cura —dice—, se portó usted bien».
Con el
tiempo, muchas veces ha tratado de imaginar qué hubiese pasado si
hubiera tenido que ir a pedir los tres certificados siendo miembro de
una familia fichada políticamente, siendo hijo de alguien calificado
como claro desafecto al Régimen (desafectos les llamaban los
afectos, advierte con mucha intención), alguien descendiente de un
activo opositor a la Dictadura, algo no tan infrecuente en aquellas
fechas. Al respecto, sabe que la guardia civil, los curas, los
alcaldes… tenían sus propios ficheros en los que calificaban a la
gente como les parecía: «rojo», «no va a misa», «maricón»,
«blasfemo», «inmoral»…; y conoce lo que pasó en muchos casos,
como, por ejemplo, el de Juan Madrid, uno de los grandes narradores
del género negro en nuestro país, a quien (se pueden leer sus
palabras en la prensa) no dejaban ejercer como profesor por carecer
de certificado de buena conducta social y moral.
«¿Se puede? Buenos días: que
vengo a solicitar un certificado de buena conducta».
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