No hace tanto, entre bromas, me
contó que estaba hecho polvo porque se le amontonaban los problemas
de salud: artrosis, azúcar, hipertensión, próstata... Se lamentaba
de que no podía (no debía, pues el médico se lo había
«prohibido») comer jamón ni lomo ni dulces ni...; y, con humor,
añadía: «¿¡para
qué quiero vivir así, si solo puedo comer hierba!?», utilizando la
palabra «hierba» en una clara alusión a la verdura. En fin…
digno de escuchar. Últimamente parece que le va mejor, aunque a
costa de cocacolas
zero, cervezas sin alcohol y cosas por el estilo.
Ha transcurrido mucho tiempo
desde los aconteceres que quiero esbozar aquí ahora. Él, tres
años y pico mayor que yo, era entonces, hace ya más de sesenta, mi
ídolo, mi protector, todo un héroe: fuerte, valiente, buena
persona...: «sano», en todos los sentidos del término. Lo admiré
mucho durante mi infancia, y seguí apreciándolo después y ahora,
aunque ya no con los ingenuos ojos de entonces.
Para mí
era Juanito,
por lo menos en aquellos años, que son, aunque nos conocemos de
«toda» la vida, los del personaje que tengo en la mente mientras
escribo, el que tanto valoré, el que quiero traer aquí. El Juanito
de aquellos tiempos sería después Juan para quien esto escribe,
pero en el pueblo pronto pasó a ser el Guti.
El
Guti
(anteponer el artículo en los apodos locales es importante), ya
desde temprana edad realizaba trabajos duros, para mí impropios de
un chaval. Después, cuando su padre murió siendo él todavía
joven, abandonó unos estudios que había comenzado tarde pero
llevaba bien, y se hizo cargo de las tareas de su progenitor; así
que a partir de entonces tuvo que atender la tienda familiar, ir a la
lonja diariamente, matar semanalmente los cerdos cuya carne y
derivados eran vendidos por su madre en el comercio..., además de
realizar las labores agrícolas en unas decenas de tahúllas de
tierra que tenía, unas pocas de ellas junto al cementerio.
Así que
Juan
—Juanito
para mí, ya lo he dicho— terminó siendo en el pueblo
(diferentes versiones, según quiénes lo nombraran) Guti,
Goti,
Buti,
Boti...
(primero y último, los más frecuentes). El apodo viene (está
formado por sus cuatro primeras letras) de butifarra, botifarra,
gutifarra,
gotifarra,
que de todas estas formas he oído llamar aquí al popular embutido,
según la persona que se enfrentase al término.
El
Guti, para muchos
físicamente poco agraciado, era atractivo para mis ojos de entonces:
atlético, intrépido, listo… Desde luego que realmente era —es,
ahora más todavía— bajo de estatura, de piernas cortas y
arqueadas (el piernas
torcías
he oído llamarlo también), de piel bastante blanca y pecosa (huevo
pava, para muchos),
con un chichón o zona pelada en la parte posterior derecha de la
cabeza, un pequeño calvero que yo había idealizado como procedente
de una pedrada o golpe producto de sus hazañas, y que realmente fue
debido (me lo ha dicho no hace mucho) al uso de fórceps en el
momento
del parto. También he oído llamarle lo
peor del cochino,
por el valor adjudicado a la butifarra entre los productos
marraneros.
Pero nunca, jamás, y ello denota su carácter, lo he visto mostrar
disgusto o enfado por alguno de esos apelativos.
Si un servidor jugaba a las
bolas y perdía una cantidad considerable, antes de que me empuliaran
él
tomaba mi puesto,
jugaba en mi lugar (me
dice ahora que yo le llegaba lloriqueando: «Juanito, me han ganao
las bolas»), recuperaba mis pérdidas y, para completar mi alegría,
ganaba algunas más: ya digo, un héroe. Por cierto, lo recuerdo en
este juego, el de las canicas, con la yema del dedo índice de la
mano derecha sangrando porque en ella se clavaba la uña
excesivamente larga del pulgar de esa misma mano al impulsar su bola
para bochar alguna de cualquier jugador rival. Siempre ha sido
bastante descuidado y, también, algo bruto, ahora lo percibo con más
claridad.
¡Cómo
no lo iba a apreciar! Una noche, estando juntos disfrutando una
película del oeste en el gallinero del Cinema
Iniesta,
sentí
de repente un agudo dolor en el abdomen —como de apendicitis,
deduzco ahora— y él, sin dudarlo, me cargó como un fardo a sus
espaldas y, corriendo, pero corriendo de verdad, me llevó a mi casa
a coscaletas
(en
mi mente,
cuhcalétah),
que era como llamábamos el llevar cargado a la espalda, a cuestas, a
alguien, que se agarraba al cuello del portador, como subido a un
caballo bípedo.
Cuando los chiquillos del
barrio jugábamos a «hacer» circo (en el patio de la posá,
en el almacén de la tienda de mi padre, en la calle...), él era el
más atrevido y el que mejor hacía —a veces, el único que las
hacía— las cosas más difíciles y arriesgadas (trapecio,
contorsiones, volteretas y otras acrobacias...), siempre sin miedo
alguno: nunca detecté en su cara, en su actitud, el menor asomo de
temor ante cualquier desafío.
Ya más mayorcico,
lo recuerdo en competiciones de fuerza donde dos antagónicos jóvenes
forzudos, sentados en el suelo, con las piernas rectas y un poco
abiertas, uno frente al otro y en contacto solo por las plantas de
sus pies, tiraban, cada uno en su dirección, de un mismo palo
horizontal, un astil de azada perpendicular
a la línea que unía
a ambos rivales,
a los dos contendientes que tiraban de él hasta que el trasero de
uno de ellos era levantado por la fuerza del otro,
del vencedor. Sus oponentes —el
Carrillo,
el
Jeromín…—
también eran muy
fuertes y no recuerdo quién ganaba con más frecuencia pero yo
siempre me ponía de parte
d'el
Juanito, del
Guti.
Continuará
Tu descripción de Juanito, “El Guti”, así como el relato en su conjunto, Pepe, me hacen revivir el pueblo, olisquear el polvo de las calles sin asfalto, el barro cuando se humedecían por la lluvia, el torrao, el guá y las correrías que, como niños que hemos tenido la suerte de jugar, iluminaron nuestra infancia de hazañas que eran relatadas con pasión y, tal como haces tú y yo, recordamos con la añoranza de no poder ver a grupos de niños jugando como lo hicimos en aquella lejana etapa de nuestra vida.
ResponderEliminar“El Guti” era tal y como lo describes: aguerrido y valiente pero de una nobleza que era difícil encontrar. Bruto… como él solo pero admirado, envidiado y con una “panda” de amigos con los que hacía mil y una diablura. Con Ramón “El Polvoristero”, amigo siempre donde los hubiere, era una tras otra la que hacían y especialmente fumar. ¡Huy!... Fumar siendo casi unos niños era una pasión que se tenía que desarrollar bajo el amparo de lo prohibido. Para ello, el ingenio y la amistad pero amistad de la que es difícil encontrar, eran los elementos fundamentales para alcanzar el éxito de la hazaña de turno. Pepe, la proximidad de tu casa y la suya favoreció que fueses un privilegiado al conocer y convivir, desde muy pequeño, a un hombre que es tan sano como bueno: Juanito, “El Guti”.