Hace poco, en la tertulia, uno
de los asistentes, dirigiéndose a mí, dijo que conservaba todavía «todos los
libros de Sven Hansel», pero no recuerdo a santo de qué venía eso en la conversación
que manteníamos. Inmediatamente le dije los dos títulos que mi memoria retiene de
este autor: Los panzer de la muerte y
La legión de los condenados, pues yo
también conocía, de mi prehistoria lectora, esas aventuras escatológicas (quizás
por eso tenían tanto éxito) de soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial, aunque
no me queda de ellas tan buen recuerdo como a mi amigo.
Sobre la marcha recordé dónde compré
in illo tempore esos ejemplares de la
colección Reno de la editorial Plaza Janés, siendo todavía muy joven y sin la
posibilidad de desplazarme con facilidad a la capital: los adquirí en la única
librería que había en el pueblo en aquellos años, la Librería Cánovas.
Precisamente ya había
reflexionado algo sobre este establecimiento unos meses antes, cuando por azar
me encontré en el Hospital Reina Sofía, en la sala de espera de la misma
consulta a la que yo iba, con Cecilia, que fue dueña de esa primera librería en
la que recuerdo haber comprado autónomamente, en donde me veo en mis primeros
recuerdos de comprador «habitual» de libros y material de escritorio.
Me acuerdo de la librería en
los años sesenta, situada en la esquina del edificio donde después se instaló Caja
Murcia, ahora Banco Mare Nostrum. Era un diminuto establecimiento de no más de
quince metros cuadrados que sumaba unos pocos libros al material de papelería
que, deduzco, sería lo más vendido.
Así pues, en la librería
papelería Cánovas —más lo segundo que
lo primero— era donde yo compraba, a cencerros tapados pues era un gasto no
bien visto por mi padre, mis primeros libros, mis primeros coleccionables por
fascículos, mis primeras revistas... Es fácil entender que dicho establecimiento
fuera más papelería que librería porque en un pueblo de las dimensiones del
nuestro entonces, ya se sabe, era imposible que económicamente se pudiera
mantener a flote un negocio que vendiera solo libros; y aún hoy, tantos años
después, sigue siendo inviable; bares, tropecientos, «los que hagan falta, y
más que habieran», pero una librería...,
imposible.
Mi memoria, no sé cuánto de fiable,
se acuerda con dudas de algún mínimo escaloncito descendente para entrar en el
local por una pequeña puerta metálica acristalada, una puerta que daba a la Calle de la Acequia, que al otro lado de
la carretera general era —y es— continuación de la Calle de la Gloria, esta
sí más importante en el pueblo y que debe su nombre —¡todo un acierto!— a que
te conduce al cementerio: ¡La Gloria! En mi recuerdo, veo en la esquina de la
librería un rótulo anunciador con letras verdes sobre fondo liso blanco; lo que
no recuerdo es si ponía Librería Cánovas
—así la conocíamos—, o, lo que parece más fiable, solo Librería.
Según entrabas al local, a la
derecha quedaba el espacio de un sencillo escaparate que daba a la carretera
nacional, y a la izquierda, un poco al fondo, veías el pequeño mostrador, y,
tras él, atendiendo al público, siempre encontrabas a Rosarico, una mujer pequeña incluso para mis ojos de entonces, con un
cuerpo de unas dimensiones en consonancia con el diminutivo de su nombre y con
el tamaño del local que tan amablemente atendía, y con una voz también adecuada
en timbre y volumen a los espacios —cuerpo y local— que la envolvían. Me
acuerdo de su pelo negro, nunca largo, de su tez morena, y solo recuerdo grande
en ella el tamaño de sus ojos siempre pintados a los que acompañaban en la cara
unos labios también coloreados de rojo carmín. Rosarico era soltera, de buenos modales: tranquilos, suaves...
educados.
Salvo los textos de bachiller,
que, incluso siendo alumno libre, tenías que adquirir en Murcia —en González
Palencia—, los libros que compré en la entonces única librería del pueblo fueron
los pilares de mi biblioteca actual, los primeros en mi ya muy larga, y no
acabada por ahora, vida de comprador de libros. Quizás no debería decir lo de
pilares, teniendo en cuenta la calidad literaria de muchos de aquellos
ejemplares, pero fueron los primeros, los cimientos sobre los que, después, construiría
mi vida de lectura y estudio.
¿Y qué recuerdo haber adquirido
allí? Aunque poco dan de sí mis neuronas en estos momentos sobre este asunto,
me acuerdo de algunas compras que hice a Rosarico
en la Librería Cánovas: unos cuantos libros
de bolsillo de la colección Reno, de la editorial Plaza Janés (Sven Hansel, Frank
Yerby, Mika Waltari...), alguno de la colección Austral, de la editorial Espasa
Calpe (Blasco Ibáñez, Jonathan Swift, Daniel Defoe...), unos fascículos coleccionables
de una geografía universal de la que recuerdo la calidad de su papel y sus atractivas
ilustraciones, y, quizás lo más habitual, artículos variados de papelería, como
reglas, compases, mapas mudos, folios, bolígrafos, lápices, bloces, libretas...
¡Ah!, y también, pocos años después, algunos libros de la colección RTV, a 25
pesetas cada uno, todo un hito de la publicación editorial en nuestro país.