SECCIONES

viernes, 17 de noviembre de 2017

Pionera

Hace poco, en la tertulia, uno de los asistentes, dirigiéndose a mí, dijo que conservaba todavía «todos los libros de Sven Hansel», pero no recuerdo a santo de qué venía eso en la conversación que manteníamos. Inmediatamente le dije los dos títulos que mi memoria retiene de este autor: Los panzer de la muerte y La legión de los condenados, pues yo también conocía, de mi prehistoria lectora, esas aventuras escatológicas (quizás por eso tenían tanto éxito) de soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial, aunque no me queda de ellas tan buen recuerdo como a mi amigo.
Sobre la marcha recordé dónde compré in illo tempore esos ejemplares de la colección Reno de la editorial Plaza Janés, siendo todavía muy joven y sin la posibilidad de desplazarme con facilidad a la capital: los adquirí en la única librería que había en el pueblo en aquellos años, la Librería Cánovas.
Precisamente ya había reflexionado algo sobre este establecimiento unos meses antes, cuando por azar me encontré en el Hospital Reina Sofía, en la sala de espera de la misma consulta a la que yo iba, con Cecilia, que fue dueña de esa primera librería en la que recuerdo haber comprado autónomamente, en donde me veo en mis primeros recuerdos de comprador «habitual» de libros y material de escritorio.
Me acuerdo de la librería en los años sesenta, situada en la esquina del edificio donde después se instaló Caja Murcia, ahora Banco Mare Nostrum. Era un diminuto establecimiento de no más de quince metros cuadrados que sumaba unos pocos libros al material de papelería que, deduzco, sería lo más vendido.
Así pues, en la librería papelería Cánovas —más lo segundo que lo primero— era donde yo compraba, a cencerros tapados pues era un gasto no bien visto por mi padre, mis primeros libros, mis primeros coleccionables por fascículos, mis primeras revistas... Es fácil entender que dicho establecimiento fuera más papelería que librería porque en un pueblo de las dimensiones del nuestro entonces, ya se sabe, era imposible que económicamente se pudiera mantener a flote un negocio que vendiera solo libros; y aún hoy, tantos años después, sigue siendo inviable; bares, tropecientos, «los que hagan falta, y más que habieran», pero una librería..., imposible.
Mi memoria, no sé cuánto de fiable, se acuerda con dudas de algún mínimo escaloncito descendente para entrar en el local por una pequeña puerta metálica acristalada, una puerta que daba a la Calle de la Acequia, que al otro lado de la carretera general era —y es— continuación de la Calle de la Gloria, esta sí más importante en el pueblo y que debe su nombre —¡todo un acierto!— a que te conduce al cementerio: ¡La Gloria! En mi recuerdo, veo en la esquina de la librería un rótulo anunciador con letras verdes sobre fondo liso blanco; lo que no recuerdo es si ponía Librería Cánovas —así la conocíamos—, o, lo que parece más fiable, solo Librería.
Según entrabas al local, a la derecha quedaba el espacio de un sencillo escaparate que daba a la carretera nacional, y a la izquierda, un poco al fondo, veías el pequeño mostrador, y, tras él, atendiendo al público, siempre encontrabas a Rosarico, una mujer pequeña incluso para mis ojos de entonces, con un cuerpo de unas dimensiones en consonancia con el diminutivo de su nombre y con el tamaño del local que tan amablemente atendía, y con una voz también adecuada en timbre y volumen a los espacios —cuerpo y local— que la envolvían. Me acuerdo de su pelo negro, nunca largo, de su tez morena, y solo recuerdo grande en ella el tamaño de sus ojos siempre pintados a los que acompañaban en la cara unos labios también coloreados de rojo carmín. Rosarico era soltera, de buenos modales: tranquilos, suaves... educados.
Salvo los textos de bachiller, que, incluso siendo alumno libre, tenías que adquirir en Murcia —en González Palencia—, los libros que compré en la entonces única librería del pueblo fueron los pilares de mi biblioteca actual, los primeros en mi ya muy larga, y no acabada por ahora, vida de comprador de libros. Quizás no debería decir lo de pilares, teniendo en cuenta la calidad literaria de muchos de aquellos ejemplares, pero fueron los primeros, los cimientos sobre los que, después, construiría mi vida de lectura y estudio.
¿Y qué recuerdo haber adquirido allí? Aunque poco dan de sí mis neuronas en estos momentos sobre este asunto, me acuerdo de algunas compras que hice a Rosarico en la Librería Cánovas: unos cuantos libros de bolsillo de la colección Reno, de la editorial Plaza Janés (Sven Hansel, Frank Yerby, Mika Waltari...), alguno de la colección Austral, de la editorial Espasa Calpe (Blasco Ibáñez, Jonathan Swift, Daniel Defoe...), unos fascículos coleccionables de una geografía universal de la que recuerdo la calidad de su papel y sus atractivas ilustraciones, y, quizás lo más habitual, artículos variados de papelería, como reglas, compases, mapas mudos, folios, bolígrafos, lápices, bloces, libretas... ¡Ah!, y también, pocos años después, algunos libros de la colección RTV, a 25 pesetas cada uno, todo un hito de la publicación editorial en nuestro país.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Ochenta millones de cientos

Mi amigo David tiene, si no la mejor palmera datilera del mundo, sí los mejores dátiles. A esa conclusión he llegado tras mucho tiempo de ser agraciado, año tras año, con un presente de esos sus magníficos frutos que, me consta, él, muy meticuloso, tanto cuida, que manipula con esmero, con rigor, con la máxima higiene... con precisión de neurocirujano.
Subido a la escalera que apoya previamente en la palmera, siempre con las manos enguantadas, va explorando cada racimo y examinando cada dátil. Durante la inspección, mientras con la mano izquierda va abriendo sucesivos huecos, con los dedos pulgar e índice de la derecha va cogiendo con exquisito cuidado los dátiles que considera han alcanzado un grado óptimo de madurez, los más deliciosos, uno a uno, y (repito: siempre con guantes, ténganlo presente) los mete al frigorífico en bolsitas ad hoc herméticamente cerradas que después, montado en su bicicleta, va repartiendo por los domicilios de sus familiares y también por los de los amigos, entre los que tengo la suerte de contarme.
Sepan que David suele machear su palmera con diversos racimos de distintas palmeras macho, cogidos de entre los mejores ejemplares localizados aquí y allá, y todo para que su hembra —su mimada palmera— elija de entre todos ellos el que más le guste. Con gracia, mi amigo se autodenomina «mamporrero palmerero».
Mis nietas, este año, han probado por primera vez los dátiles de la ya localmente archifamosa palmera, y a una de ellas, a Paula, le han gustado mucho, tanto que, desde entonces, cuando viene a ver a sus abuelos, una de sus mayores preocupaciones es la de si quedan dátiles en la bolsa azul que trajo David, y viendo que se acaban los de la primera recibida me ha pedido que le pida a mi amigo que nos traiga más dátiles; concretamente me ha especificado: «dile a David que traiga 80 millones de cientos».
Sí, 80 millones de cientos es la expresión que ha utilizado la chiquilla para expresar la cantidad de dátiles —la máxima que sabe expresar— que quiere que nos traiga David. En otros tiempos los términos que manejábamos los zagales cuando queríamos indicar lo más de lo más —en altura, volumen, cantidad...— era «la bolica del mundo». Entonces no había nada más grande en nuestras cabezas; todavía no había entrado en ellas el concepto de universo, o, si lo había hecho, creíamos que el mundo era el universo y el universo era el mundo, no sé. Así que participabas en una discusión/competición a ver quién tenía o pedía más cantidad de cualquier cosa (kilómetros, kilos, pesetas, bolas, estampas, dulces...), hasta que alguien decía: «y yo, la bolica del mundo», y ahí quedaba zanjada la cuestión, pues eso no se podía superar.
Para mi nieta Paula lo más de lo más comenzó siendo, y no es que haga tanto —es muy joven—, «todo esto», mientras te mostraba las dos manos abiertas para que vieras los diez dedos extendidos: lo máximo entonces. Después, algo más madura e intuitivamente «conocedora» del poder de las cifras millonarias, su expresión cambió a «80 millones», a la que posteriormente añadió algún complemento, resultando entonces una frase un poco más larga: «80 millones de cientos»; y eso es lo que te respondía cuando le pedías que te dijera cuánto te quería; inmediatamente contestaba —seductora para quien esto escribe— que te quería «80 millones de cientos».
Ya en los últimos tiempos, a estas expresiones anteriores se suman otras que unas veces las sustituyen y otras, las más, las complementan, de tal manera que hubo unos días en que la niña añadía, inmediatamente detrás de «80 millones de cientos», otra expresión indicadora de enorme cantidad, aunque en este caso, de distancia: «hasta el polo norte».
Más recientemente, hace unas semanas, la he visto utilizar los brazos para indicar lo que abarca la enorme cantidad que te quiere decir. Así que, tras soltar alguna o algunas de sus últimas expresiones cuantitativas, abre los brazos, esforzándose mucho por hacerlo al máximo, primero en sentido horizontal y después en el vertical, al tiempo que acompaña las dos extensiones manuales con la palabra «así», una vez para cada gesto.
Y lo último de lo último —por ahora, ya veremos lo que dura— es «80 millones de cuarenta, sesenta y cincuenta», seguido de «hasta Europa» y/o  «hasta España»... Mientras tanto, yo observo en la evolución de lo relatado, cómo aumenta su vocabulario y con él su nivel de expresión verbal, su riqueza locutiva, que va mejorando día a día, como tiene que ser. De tal manera que ya me puedo hacer una idea de lo que va a responder Paula cuando en adelante le pregunte cuántas almendras quiere o cuántos berberechos o gambas o…

viernes, 3 de noviembre de 2017

¡Vaya inversión!

Agonicé en la certeza de que en aquel escenario nadie entendería nunca la singularidad de mis afectos ni el tamaño de mis ambiciones. (Pedro López Martínez, blog Retales de mi alforja, 08-03-2012).
Ahora, que hace ya bastantes años que su padre murió, piensa que, cuando vivía, aun teniendo las casas juntas, pared por medio, no se vieron y hablaron con la frecuencia con que lo deberían haber hecho. Desde que falleció su progenitor tiene el pesaroso sentimiento, ya sin solución, de haber hablado poco con él, de no haberse esforzado en ello y, por lo tanto, de no haberlo conocido bien, sobre todo, desde el punto de vista del adulto maduro y reflexivo que se considera ahora, no desde el de un chiquillo, ni siquiera desde el de un inexperto hombre joven. Le hubiera gustado comprenderlo y que él lo comprendiera. 
A veces —fueron unas cuantas— el padre, comerciante a la vieja usanza, de toda la vida, llegaba a la casa del hijo, maestro de escuela, entraba en el estudio, lleno hasta los topes de estanterías, y se quedaba, muy serio, mirando las numerosas baldas repletas de libros; entonces, poco a poco, iba girando la cabeza de un lado a otro, recorriéndolas lentamente con la mirada y, tras unos segundos, decía, con cierto aire de decepción: 
—¡Vaya inversión que tienes aquí! —y a continuación, en un tono escéptico, añadía de forma rutinaria— ¿si los vendieras…? —refiriéndose a los libros— ¿qué te darían por ellos?
—¡Papáaa! —solía contestar él, también con aire decepcionado—, los libros no los he comprado para venderlos, no los tengo como inversión; yo ya tengo mis oposiciones, mi trabajo seguro, mi vida resuelta económicamente; en parte, por cierto, gracias a esta inversión, como tú la llamas.
Pero cree que su padre nunca quedó convencido con esta argumentación porque —piensa— su vara de medir era otra: el dinero, la rentabilidad económica, algo en lo que el hijo —lo confiesa— no era, ni es, un lince. 
Cuando comenzó a estudiar música, tampoco lo entendió el padre, no le entraba en la cabeza. ¿Saben qué le dijo al enterarse de que había comenzado, ya con cierta edad, sus estudios en el conservatorio?: «Música, caza y pesquera, a la vejez hambre espera», esto le dijo.
E igual que al padre, tampoco convencieron los estudios de música al hermano mayor, otro comerciante, como papá, también preocupado más por la rentabilidad económica que por ínfulas intelectuales; ni mostraron su entusiasmo algunos amigos, que, igualmente, creyeron la decisión poco acertada. En realidad, poca gente de su entorno —quizás solo su mujer— pensó entonces que estudiar música fuera una buena idea, una buena «inversión». 
Así que se acostumbró, ¡qué remedio!, a escuchar de bocas circundantes, con cierta frecuencia, frases como «qué necesidad tienes de complicarte la vida» y/o «vaya ganas»..., y supone que lo dirían —recurre a la ironía— pensando en que podía aprovechar mejor el tiempo, como algunos de ellos, en otros asuntos —negocios— más «rentables», o... en jugar la partida, o en tomar unas cañas, o en estar pendiente de la quiniela o...
«Vas a terminar como el Tío Lilo —le decía el Farras, al tiempo que trataba de imitarlo, haciendo como que tocaba la flauta igual que un títere, exagerando los gestos—: acabarás —añadía— en lo alto de una morera y con una sartén al hombro: ¡loco!». Aunque se hacía una idea, nunca supo con precisión a qué se refería el Farras con lo de la sartén, pues no conocía al personaje que le nombraba.
Pero la cosa —la amistosa crítica negativa— cambió cuando, años después, la música —«la flautica», como ellos decían con recochineo— comenzó a dar «sus frutos». Dice «sus frutos» indicando que eran los de ellos, los que ellos entendían, no los buscados por él, desde luego, que, asegura, no perseguía la gloria monetaria que ellos tanto valoraban. Por el contrario —afirma— siempre han pesado más en su balanza de valores otras cosas, como por ejemplo el poder escuchar con conocimiento e interpretar a Bach, Händel, Telemann...
«Mira el tontico… —pasaron a decirle entonces, coralmente aunque no al unísono, con un casi melodioso sonsonete de guasa— ...cómo al final le está sacando partido a la flauta, y eso que parecía…».
En esos días su padre ya había muerto; por ello su hermano, refiriéndose a él, cuando «la vaca comenzó a dar leche», según sus propias palabras, le decía: «¡Ah, si viviera y pudiera ver lo bien que te va!». Y él pensaba: «¿se sentiría orgulloso?, ¿le gustaría ahora mi inversión?». Y lo dudaba.

viernes, 27 de octubre de 2017

Martín Códax

Leo hace poco en El País (24-09-2017) un titular que llama mi atención: «El “Pergamino Vindel”, joya de la poesía y la música medieval, regresa a España». Y me atrae en primer lugar porque ya sabía de la importancia de este documento para la música medieval española, que contiene las cantigas —de amigo— de Martín Códax, y en segundo lugar porque no sabía que el pergamino no estaba aquí en nuestro país.
La canción monofónica en la Península Ibérica de la Edad Media debe ser considerada, en líneas generales, una rama del muy importante movimiento trovadoresco nacido en el mediodía francés. El contacto entre las familias reinantes en el sur de Francia y los distintos reyes cristianos españoles era constante: se visitaban, y en sus comitivas, con frecuencia, había trovadores y juglares que, por otro lado, no lo dudemos, también viajaban y cruzaban esas porosas fronteras por cuenta propia.
Pronto los trovadores franceses encontraron buena acogida en las cortes peninsulares, convirtiéndose el provenzal en el lenguaje de la poesía también al sur de los Pirineos. No obstante, en el siglo xiii comenzaron a hacer su aparición aquí en la Península Ibérica las canciones en lengua vernácula, especialmente en dos lugares: Galicia y Cataluña.
Los primeros ejemplos, las cantigas de Martín Códax, las del pergamino que ha removido mi memoria, figuran entre los testimonios más antiguos de nuestra tradición. Son siete canciones de amor, seis de las cuales aparecen con sus melodías. Del autor tenemos pocas referencias; posiblemente vivió entre mediados del siglo xiii y principios del xiv, quizás en Vigo (deducido de las continuas referencias en sus poemas), justo encima de Portugal, por lo que, no es de extrañar que la lengua de sus textos sea la galaico-portuguesa, como la de las cantigas de Santa María, del Rey sabio. Estas obras de Martín Códax son sencillas, tanto la letra como la música y tanto de forma como de estilo, son canciones donde la identificación entre la belleza literaria y la musical alcanza momentos de extraordinaria sencillez.
El trovador Martín Códax, contemporáneo y también colaborador de Alfonso x el Sabio, trata el amor profano en sus cantigas de amigo en términos parecidos a como es tratado el amor sagrado por los trovadores de Alfonso x en las cantigas marianas, aunque, lógicamente, en las de amigo ese amor es más mundano, como el expresado por una dama en una de ellas, Ondas do mar de Vigo (la elegida para nuestra audición), una mujer que pregunta: «Ondas do mar de Vigo, se vistes meu amigo?».
La interpretación que pongo a continuación (sencilla, limpia y, quizás, la más fiel al original de las escuchadas para este artículo) es de la soprano Speranza Cerullo, contenida en un CD que acompaña a la edición que del Pergamino Vindel ha hecho la prestigiosa empresa M. Moleiro, especializada en (copio de su web): «la reproducción de códices, mapas, obras de arte generalmente realizadas sobre soporte de pergamino, vitela, papel, papiro... entre los siglos viii y xvi bajo la forma, en la mayoría de los casos, de libro iluminado».
Aprovecho para recomendar un vino, el albariño Martín Códax, en cuya etiqueta aparece el texto de la cantiga que tratamos; aconsejo que se beba acompañando si puede ser a un buen aperitivo mientras se escucha Ondas do mar de Vigo, de la que a continuación pongo la letra y la traducción.
            Letra
Ondas do mar de Vigo,
se vistes meu amigo?
E ai Deus!, se verra cedo?

Ondas do mar levado,
se vistes meu amado?
E ai Deus!, se verra cedo?


Se vistes meu amigo,
o por que eu sospiro?
E ai Deus!, se verra cedo?


Se vistes meu amado,
por que ei gran coidado?
E ai Deus!, se verra cedo?


      Traducción

Olas del mar de Vigo,
¿visteis a mi amigo?
¡Ay Dios!, ¿vendrá pronto?


Olas del mar agitado,
¿visteis a mi amado?
¡Ay Dios!, ¿vendrá pronto?


¿Visteis a mi amigo,
aquel por quien yo suspiro?
¡Ay Dios!, ¿vendrá pronto?

¿Visteis a mi amado,
quien me tiene tan preocupada?
¡Ay Dios!, ¿vendrá pronto?


viernes, 20 de octubre de 2017

El esperfollo

Estoy casi seguro (he empezado a dudar recientemente, no sé por qué) de que en anteriores ediciones del diccionario de la Real Academia, hace ya bastantes años, figuraba el término «esperfollar» como palabra murciana con el significado de deshojar las panochas del maíz, aquí llamado panizo. Actualmente no encuentro esperfollar en la obra citada; solo aparece la palabra «desperfollar», por supuesto que con el mismo significado.
Consultando diccionarios murcianos veo que en ellos sí aparece esa denominación local —esperfollar, esperfollo— y en alguno (Diego Ruiz Marín: Vocabulario de las hablas murcianas) he encontrado también esprefollo, además del término «desperfollo» que aparece en la RAE. (Esprefollo es una metátesis de esperfollo.)
Así pues, desperfollar —de «des» y «perfolla»—, o su versión murciana, esperfollar, aluden, en efecto, al acto de quitar a la panocha de maíz la envoltura —perfolla— que cubre el grano. Y convengamos en que tradicionalmente el huertano de aquí no ha dicho desperfollo ni desperfollar, sino esperfollo y esperfollar, o —en todo caso, si se ha trabucaoesprefollo y esprefollar.
***
Tradicionalmente, el huertano murciano, normalmente de economía mu apretá, ha hecho de la necesidad virtud y ha convertido esta faena —el esperfollo— en una estimulante diversión, en un trabajo de «hoy por ti, mañana por mí», que la sabiduría de la huerta llama en algunos casos trabajos de «a pioná vuelta» —a peonada devuelta—, sobre todo cuando han sido organizados así, con esa intención: yo trabajo hoy para ti y tú trabajas para mí en otra ocasión.
Realmente, el esperfollo es un acontecimiento divertido que reúne al vecindario, barrio, pueblo… —según tamaño— alrededor de una labor que para el interesado en esperfollar sus panochas, si tuviera que realizarla solo con su familia, sería demasiado laboriosa; así que este propietario propicia una divertida reunión de vecinos, de mozos y mozas en edad de casarse, de chiquillos..., un encuentro aliñado con la garantía del palique gracioso y pícaro, incluso a veces con  música y canciones en directo, y todo ello en torno a un montón de panochas.
Previamente se ha corrido la voz, y el día del esperfollo (yo lo recuerdo a últimas horas de la tarde, primeras de la noche, tras las faenas de obligado cumplimiento) ya están colocadas las panochas en un montón y en un lugar suficientemente espacioso para ellas y para la gente que alrededor de ellas se reunirá: bajo la parra, en la puerta o en un lateral de la casa, en una era cercana... Alrededor del montón de panochas se colocan unas cuantas sillas bajas de madera de morera y asiento de soga, pensando sobre todo en los esperfollaores mayores, porque la gente joven no las necesita: los mozos y los chiquillos se sientan, alrededor del montón, en el suelo o sobre las mismas mazorcas.
Una vez situados ante la labor, cada participante va cogiendo panochas del montón, una a una, y les va quitando la perfolla, que echa aparte (generalmente la lanza hacia atrás; después será utilizada para rellenar colchones, entre otras cosas), mientras que la panocha limpia va a parar a unos recipientes —capazas, capazos, seras...— preparados para ello.
Metidos ya en la faena, la gente se lo pasa bien, pues se conversa, se ríe e incluso se canta mientras se trabaja. Pero el jolgorio estalla cuando a algún afortunado o afortunada le sale una panocha colorá, con lo cual quien la ha encontrado adquiere el derecho de besar (castamente, en la cara, recuerdo yo; en algunos lugares, a abrazar) a la chica o chico que elija (no siempre la persona de su preferencia, si hay pique), que, por otra parte, no puede negarse al beso; incluso, a veces, esa persona lo está esperando, deseando; y todo ello con los consiguientes rubores, sonrisas, risas, carreras de unos tras otros, etc.
Y todo porque, en su momento, el huertano que sembró el panizo, con mucha idea, echó en la sementera algunos granos rojos con la intención de hacer más divertido el trabajo y tratar de acelerar el esperfollo aumentando las probabilidades de encontrarse una panocha roja, un ejemplar de los que —hay quien dice— eran estratégicamente colocados en el fondo del montón para que los mozos se picaran y aligeraran la velocidad, siempre con la idea de poder besar a la moza pretendida.
Las costumbres van según lugares, y yo desconozco o no me acuerdo de algunas de las cosas que cuentan las fuentes que consulto. Por ejemplo, dice Antonio Martínez Cerezo (Murcia de la A a la Z, Santander, Ed. Tantín, 1985, págs. 115-117) que «junto a las panochas colorás existía la costumbre de poner panochas de “repizco”, que daban derecho a propinar tantos repizcos o pellizcos como granos coloreados tuviera». Yo esto no lo recuerdo en el pueblo. Y añade este autor —tampoco lo recuerdo aquí— que «hay quien habla de melones bajo el montón de panochas para que cunda más el esperfollo. Quien lo encuentra invita al resto con algarabía y regocijo».
Lo que sí he escuchado muchas veces, y he cantado de joven, es una copla huertana referida a este asunto que les cuento. No he encontrado una grabación para recomendar, pero la letra —recuerdo— dice así:
En el bancal de la Pepa,
en el bancal de la Pepa
van a hacer un esperfollo;
las mozas se han arreglao
a ver si les sale novio,
en el bancal de la Pepa.


viernes, 13 de octubre de 2017

Confinado

Mis oídos escuchaban y mi cerebro de niño procesaba a su manera lo que, en voz muy baja, entonces se  contaba de él. ¡Se decían tantas cosas...! que en determinados círculos de la localidad acabó convirtiéndose en una leyenda. ¿Que qué se decía?: que si era una eminencia, que si tenía una cultura por las nubes, que si sabía «muchas matemáticas», que si había sido un militar de alto rango en el ejército de la República, que si… Siempre he admirado la figura que de él, como consecuencia de todo lo visto y escuchado, se formó en mi cabeza.
Posteriormente, ya con más madurez, un servidor acompañaba todo esto de una reflexión implícita: ¿cómo se habría librado nuestro personaje de que los adláteres del general que gobernaba el país con durísima mano le mandaran dar «matarile», o «café», como a menudo eran llamadas por ellos mismos sus «heroicas y patrióticas hazañas»? Después, con el tiempo, he pensado que alguien con suficiente peso en el bando de los vencedores pero no convencedores pudo haberlo protegido para evitar que acabara su vida en la cárcel o, peor aún, en un paredón frente a un pelotón de fusilamiento. Mi teoría se ve confirmada por Ginés Abellán, que cuenta haber oído a nuestro personaje decir algo parecido: que debió de ser obra de un benefactor anónimo —por una benefactora parece que se inclinaba él— quizás en reciprocidad por el buen comportamiento suyo en la guerra.
Don Juan, pues ese era su nombre, para mí siempre con esa aureola de hombre sabio, educado y prudente, había sido confinado aquí, concretamente en El Siscar. En mis borrosos recuerdos, que se mezclan con lo oído posteriormente provocando que no pueda distinguir y separar lo que vi y escuché directamente de lo que he escuchado después, siempre aparece la misma imagen suya: lo veo en la tienda de mi padre, con indumentaria pobre de tonos grises, buscando dónde dejar apoyada la bicicleta que lleva de la mano.
confinado, o confinada —diccionario de la Real Academia Española—, es un adjetivo —también se usa como sustantivo— que se refiere a una persona condenada a vivir en una residencia obligatoria.
La figura que lejanamente recuerdo, reforzada por lo que me cuentan, es la de un hombre muy serio: delgado, alto, moreno de piel y con poco pelo tirando a castaño y peinado hacia atrás, de  frente despejada, con gafas de cristales redondos; venía a mi casa periódicamente con una vieja y alta bicicleta que dejaba al fondo de la tienda apoyada en las cajoneras que contenían granos y harinas para alimento de los animales entonces frecuentes en las viviendas. Tras unos muy educados saludos a los mayores de la casa —hablaba «fino», con eses—, don Juan pasaba pronto a «darnos» lección —matemáticas, recuerdo— a los pequeños de la casa, a mi hermana y a mí: ponernos cuentas, corregirnos las puestas en la clase anterior, etc.; la verdad es que no he retenido muchos detalles en la memoria, era muy pequeño.
En la tertulia me dice Eustaquio, unos cuantos años mayor que yo y uno de los alumnos que en el pueblo mejor recuerdan a don Juan, que nuestro personaje se llamaba Don Juan Cañadas Cambronero, que era de Cuenca y debió nacer, más o menos, con el siglo, porque aparentaba, allá por el año sesenta, unos sesenta y cinco años; que vivía en El Siscar, en una casa en la orilla de la acequia, a la que Eustaquio, para dar clase, llegaba con su bicicleta atravesando un cañaveral; que años después, quizás cuando don Juan ya se encontraba muy mayor o mal de salud —no sabe bien—, las autoridades lo dejaron salir del lugar de confinamiento para irse a vivir con una hermana; que había sido comandante de artillería en el ejército de la República —de Estado Mayor, puntualiza, por otro lado, Ginés Abellán—; que fumaba lo que le echaran —caldo de gallina, cuarterón...—, que las gafas que llevaba eran de las aquí denominadas de culo de vaso, porque por un ojo no veía y por el otro, muy poco; que, desplazándose en su bicicleta, daba clases por las casas del pueblo, y no solo de matemáticas, las daba de todo —menos de religión, apostilla Paco, hermano de Eustaquio—; que, como buen oficial de artillería, «le gustaban mucho los problemas referentes al tiro oblicuo»; que...
Después he sabido lo mucho que se enfadaba el exmilitar cuando alguien soltaba junto a él el pseudotaco «me cago en el que no cree en Dios», pues —decía enojado— él no era creyente y por lo tanto se le ofendía con esa expresión. Al respecto cuenta Ginés que un encorbatado joven de la época soltó la cagada antedicha estando presente don Juan, y este —acuérdense, muy educado y «fino»— reaccionó enérgicamente, tomó de la corbata al chico y, enfurecido, le dijo «¡y yo me cago en todos los que llevan corbata!», aclarándole a continuación el porqué.
El mismo don Juan contaba que no llevaba luz en la bicicleta y que un día lo paró la guardia civil y quiso multarlo; él dijo que no tenía dinero y, además, que no necesitaba llevar luz porque de noche no utilizaba la bici, no podía hacerlo debido al mal estado de su vista, y añadió que solo si lo pillaban de noche con la bicicleta deberían denunciarlo; parece ser que los guardias insistieron pesadamente y uno de ellos llegó a decirle que un individuo como él, un rojo, debería estar en la cárcel. Don Juan, que, según él mismo aseguraba, respetaba mucho el uniforme, muy cabreado, terminó diciéndoles severamente que con su comportamiento deshonraban la ropa que llevaban, y les pidió sus nombres para apuntarlos y mandárselos al generalísimo contándole cómo se comportaban sus guardias: ahí acabó el problema.
He tratado de encontrar en Internet, ya acabando este artículo, algún rastro del militar republicano, pero no he encontrado nada. Así que, por ahora, lo dejo aquí, pero sin renunciar a seguir la búsqueda y, por tanto, a la continuación de este tema; no pierdo la esperanza de encontrar cualquier hilo que me lleve a algo o a alguien que nos pueda desentrañar algunas de las muchas cosas que desconocemos de don Juan. También podría ser que este artículo en Abonico —de muy poco alcance, lo sé— acabe siendo como la botella con mensaje dentro que el náufrago lanza al mar con la remota esperanza de que alguien la recoja, lea el mensaje y... ¡Ojalá!

viernes, 6 de octubre de 2017

Cobeteros

Estamos en fiestas y me acaba de ocurrir algo parecido a lo que le sucedió a Proust con una magdalena (salvando las enormísimas distancias, ¡claro, faltaría más!), pero en mi caso ha sido con un palito que ha aparecido en mi terraza, uno de esos que llevan los cohetes, un palo que mi mujer iba a tirar y que yo he decidido guardar como imagen evocadora que desencadena en mi cabeza determinados recuerdos.
***
No sé exactamente cómo vino a parar a mi casa, ya avanzados los años cincuenta, el Pepe del campo —ni siquiera conozco sus apellidos, fíjense—, pero sí recuerdo el porqué: Pepe tenía que ser atendido sanitariamente todos los días para curarle una herida en su pierna izquierda, y como vivía en el campo, en una zona retirada del núcleo urbano, tuvo que quedarse en una casa del pueblo, la mía, y ahí es donde falla mi memoria, en por qué, si no lo conocíamos, fue mi casa la elegida para que lo tuvieran a mano tanto el médico como, sobre todo, el practicante.
Pepe era músico en la banda del pueblo y tocaba un instrumento que mis casi amnésicas fuentes no se ponen de acuerdo sobre si era un fliscorno o una especie de cornetín. (Para quienes no estén familiarizados con los instrumentos de una banda de música, diré que era un instrumento de aspecto parecido a la trompeta.)
Recuerdo que, curada su pierna, cuando nuestro personaje venía a mi casa, porque tenía que ensayar o salir a tocar con la banda, siempre dejaba su moto al fondo de la tienda, inmediatamente a continuación del extremo del mostrador; la moto era (la veo colocada perpendicularmente a la punta del mostrador) de color rojo, una Guzzi que llevaba en el portaequipajes una caja, un rústico estuche casero para el instrumento musical. 
La herida en su pierna (un buen boquete, en eso sí me fijé durante algunas de las curas que le hicieron) fue causada por un cohete disparado demasiado «alegremente» en las fiestas de una localidad cercana, Cobatillas, un pueblo que para él pudo haber pasado a ser, desde entonces, Cobetillas. Pepe iba tocando con la banda de música cuando el cohete, lanzado con tan poca sensatez como se acostumbra, chocó en un cable de la luz, cambió de dirección y vino a explotar en la pierna del músico.
cobete. m. vulg. Y rúst. Cohete. (Diego Ruiz Marín: Vocabulario de las Hablas Murcianas, Murcia 2007, Diego Marín).
***
Ahora vivo en un ático y, desde hace ya bastante tiempo, cuando estoy en casa y oigo una banda de música que se acerca suelo salir a la terraza para, si pasa junto a mi edificio, ver qué músicos la integran, pues es fácil que haya en ella amigos, conocidos, alumnos...; además, me gusta escuchar cómo suena.
Fíjense ustedes, cuando presencien el pasacalles festero de una banda de música, que junto a ella o cerca —no suele faltar— va siempre un cobetero, que así lo llamo para distinguirlo de los coheteros, algo más serios, y de los pirotécnicos, estos ya profesionales a quienes sí hago un esfuerzo por suponer serios de verdad.
Pues bien, cuando veo que ese cobetero que marcha junto a los músicos con un cigarro encendido en la mano va a prender fuego a la mecha de un cohete... (imagen que, repetida, ya digo, nunca falta en estos pasacalles), llevo mucho cuidado y procuro ponerme a buen resguardo. ¿Por qué? Pues... porque por experiencia sé que el encargado de tirar los cohetes en las fiestas de los pueblos suele ser un personaje peculiar, alguien poco sobrado de sesera, con poca sensatez. Hay quien dice, a lo bruto, que se trata del tonto del pueblo —yo no diría tanto— y añade que ha llegado a esa conclusión sin necesidad de hacer estudios prospectivos ni nada por el estilo, solo a través de la observación directa: es evidente, concluye.
Yo, lo dicho, por si acaso, me protejo, porque me acuerdo de Pepe del campo.