Mi amigo
David tiene, si no la mejor palmera datilera del mundo, sí los mejores dátiles.
A esa conclusión he llegado tras mucho tiempo de ser agraciado, año tras año,
con un presente de esos sus magníficos frutos que, me consta, él, muy
meticuloso, tanto cuida, que manipula con esmero, con rigor, con la máxima higiene...
con precisión de neurocirujano.
Subido a la
escalera que apoya previamente en la palmera, siempre con las manos enguantadas,
va explorando cada racimo y examinando cada dátil. Durante la inspección, mientras
con la mano izquierda va abriendo sucesivos huecos, con los dedos pulgar e
índice de la derecha va cogiendo con exquisito cuidado los dátiles que
considera han alcanzado un grado óptimo de madurez, los más deliciosos, uno a
uno, y (repito: siempre con guantes, ténganlo presente) los mete al frigorífico
en bolsitas ad hoc herméticamente
cerradas que después, montado en su bicicleta, va repartiendo por los domicilios
de sus familiares y también por los de los amigos, entre los que tengo la
suerte de contarme.
Sepan que David suele machear su palmera con diversos
racimos de distintas palmeras macho, cogidos de entre los mejores ejemplares
localizados aquí y allá, y todo para que su hembra —su mimada palmera— elija de
entre todos ellos el que más le guste. Con gracia, mi amigo se autodenomina «mamporrero
palmerero».
Mis nietas,
este año, han probado por primera vez los dátiles de la ya localmente archifamosa
palmera, y a una de ellas, a Paula, le han gustado mucho, tanto que, desde
entonces, cuando viene a ver a sus abuelos, una de sus mayores preocupaciones es
la de si quedan dátiles en la bolsa azul que trajo David, y viendo que se
acaban los de la primera recibida me ha pedido que le pida a mi amigo que nos
traiga más dátiles; concretamente me ha especificado: «dile a David que traiga 80 millones de cientos».
Sí, 80
millones de cientos es la expresión que ha utilizado la chiquilla para expresar
la cantidad de dátiles —la máxima que sabe expresar— que quiere que nos traiga
David. En otros tiempos los términos que manejábamos los zagales cuando queríamos
indicar lo más de lo más —en altura, volumen, cantidad...— era «la bolica
del mundo». Entonces no había nada más grande en nuestras cabezas; todavía
no había entrado en ellas el concepto de universo, o, si lo había hecho, creíamos
que el mundo era el universo y el universo era el mundo, no sé. Así que participabas
en una discusión/competición a ver quién tenía o pedía más cantidad de
cualquier cosa (kilómetros, kilos, pesetas, bolas, estampas, dulces...), hasta
que alguien decía: «y yo, la bolica
del mundo», y ahí quedaba zanjada la cuestión, pues eso no se podía superar.
Para mi
nieta Paula lo más de lo más comenzó siendo, y no es que haga tanto —es muy
joven—, «todo esto», mientras te mostraba
las dos manos abiertas para que vieras los diez dedos extendidos: lo máximo entonces.
Después, algo más madura e intuitivamente «conocedora» del poder de las cifras
millonarias, su expresión cambió a «80
millones», a la que posteriormente añadió algún complemento, resultando
entonces una frase un poco más larga: «80
millones de cientos»; y eso es lo que te respondía cuando le pedías que te
dijera cuánto te quería; inmediatamente contestaba —seductora para quien esto
escribe— que te quería «80 millones de cientos».
Ya en los
últimos tiempos, a estas expresiones anteriores se suman otras que unas veces
las sustituyen y otras, las más, las complementan, de tal manera que hubo unos
días en que la niña añadía, inmediatamente detrás de «80 millones de cientos», otra
expresión indicadora de enorme cantidad, aunque en este caso, de distancia: «hasta el polo norte».
Más
recientemente, hace unas semanas, la he visto utilizar los brazos para indicar lo
que abarca la enorme cantidad que te quiere decir. Así que, tras soltar alguna
o algunas de sus últimas expresiones cuantitativas, abre los brazos,
esforzándose mucho por hacerlo al máximo, primero en sentido horizontal y
después en el vertical, al tiempo que acompaña las dos extensiones manuales con
la palabra «así», una vez para cada gesto.
Y lo último
de lo último —por ahora, ya veremos lo que dura— es «80 millones de cuarenta, sesenta y cincuenta», seguido de «hasta Europa» y/o «hasta
España»... Mientras tanto, yo observo en la evolución de lo relatado, cómo aumenta
su vocabulario y con él su nivel de expresión verbal, su riqueza locutiva, que va
mejorando día a día, como tiene que ser. De tal manera que ya me puedo hacer
una idea de lo que va a responder Paula cuando en adelante le pregunte cuántas
almendras quiere o cuántos berberechos o gambas o…
Ochenta millones de cientos es mucho... creo que más de la "bolica del mundo", Pepe. la expresión es muy cuantitativa. Nosotros, no acostumbrados a "cifras", expresábamos lo que aparentemente era visible o poseía un carácter "real". La niña, tu nieta, expresa guarismos complejos y esto denota que su mente es más despierta por el avance de nos tiempos en los que las cifras se miden y comprenden con extrañas formas de mesura. Es una satisfacción que la adaptación mental de los pequeños sea tan eficaz como interpretativa. Quiérela Mil millones de cientos... Un abrazo, Pepe.
ResponderEliminarComo sé que para ella ochenta millones de cientos es lo más grande que hay, le suelo decir que yo también la quiero esa misma cantidad y así hemos alcanzado más complicidad en nuestro recíproco querer.
EliminarUn abrazo, Antonio.