SECCIONES

viernes, 12 de noviembre de 2021

Guillermo

Entrando a Mercadona en busca de hueva y mojama para completar la preparación de un buen aperitivo (hoy vienen a comer a casa mi hermana y mi cuñado), me encuentro con Guillermo, al que hace mucho tiempo que no veo (la última vez que hablamos, y muy de paso, fue, hará ya ocho o diez años, en el salón de actos del ayuntamiento del pueblo, justo después de un concierto que ofreció el trío musical del que forma parte: piano, violín y trompa).

Pronto le pregunto si se acuerda de cuando, siendo él un tierno adolescente, tras la salida del colegio, me esperaba con algún otro chaval en la puerta de mi casa, a las cinco y pico de la tarde, para viajar conmigo al conservatorio de la capital. Y me contesta que sí, que se acuerda perfectamente de aquellos viajes: de mi coche de entonces, de algunos detalles de su interior, de cómo olía —esto me sorprende y me parece emotivo— y también —y es algo que yo había olvidado— de las librerías de Murcia a las que entrábamos a veces antes de llegar al conservatorio.

Después me cuenta que actualmente la vida le va bien, pero que, con la pandemia, ha perdido muchos bolos (así se suelen referir a sus actuaciones muchos músicos), unos bolos que hacía —esto lo deduzco yo después— con su trío y también con alguna orquesta sinfónica.

Le pregunto si está casado, si tiene hijos… Y me contesta que ni lo uno ni lo otro. Entonces le digo que me parece que le ocurre como a Antonio, mi hijo menor, a cuya figura lo he asociado algunas veces, ya que veo a ambos cortados por un patrón muy parecido: sensatos y maduros los dos desde muy jóvenes, inteligentes, introspectivos, muy estudiosos…, por lo que, en consecuencia —así lo veo—, llegada la ocasión, se lo piensan y repiensan mucho ante temas como el emparejamiento y la paternidad, cargas de excesivo tonelaje para quienes, como ellos, tantas vueltas les dan a la mollera.

En plan humorístico, le digo lo mismo que le he dicho ya unas cuantas veces, también en broma, a mi hijo, y observo cómo, mientras se lo digo, Guillermo sonríe, asiente y me da la razón con unos ojos muy expresivos, que, tras los cristales de sus gafas, veo muy grandes: le planteo que qué va a ser de este mundo en el futuro si quienes tienen buenos genes, como él y Antonio, no los transmiten a las generaciones venideras, que qué va a ocurrir en ese futuro si dejamos el grueso de la procreación en manos de los menos dotados y de los menos preparados (es bien conocida —le aclaro, aunque detecto que está al tanto de la cuestión— la relación existente entre el nivel de las personas —el económico, el social, el intelectual…— y el índice de natalidad).

—Conque… —continúo con mis argumentos— ¿sabes qué va a pasar? —y para crear ambiente intercalo un pequeño silencio—; …pues va a pasar que el mundo se llenará de seres humanos mediocres, que la idiocia, el imbecilismo, la estupidez… se extenderán y predominarán en el planeta.

—¿¡!?

—Así que —sigo con la broma—, ya que no por la vía más extendida, la natural, la normalizada, ¿por qué no donas tu semen para que pueda ser utilizado en reproducciones «inteligentes» —procuro destacar esta palabra— y contribuyes así a un porvenir más equilibrado, a un futuro mejor?

—¿¡Mejor!? —me dice abriendo mucho los ojos y subiendo ostensiblemente las cejas.

Y acabamos nuestro encuentro con unas risas.

***

Tras la despedida, después de hacer en el supermercado la compra prevista, vuelvo a casa pensando en Guillermo: realizando un repaso mental a lo que de él conozco, que no es mucho. Sé que vive ya muchos años en Extremadura, pero no recuerdo con precisión a qué se dedica (me suena que me dijera hace ya mucho tiempo que era profesor en un conservatorio,  y también… que tocaba en una orquesta); así que, ya sentado en mi estudio y conectado el ordenador, se me ocurre poner su nombre en féisbuc para ver los datos que aparecen en el perfil de su cuenta; y… premio: Guillermo Galindo Álvarez es «Profesor Superior de Trompa en Conservatorio Superior de Música de la Diputación de Badajoz».

Y, aunque entonces no lo traté mucho al margen de nuestros viajes al conservatorio, me viene a la cabeza el Guillermo que conocí en aquellos sus años púberes. Me llega la imagen de aquel niño tan formal, tan callado, tan serio…, con unos ojos (y un oído, y un olfato…: deduzco, en parte, de lo que me ha dicho) bien atentos a un entorno del que apenas se les escapaba detalle alguno; un chaval extraordinario, y muy estudioso, lo que se traducía en un alumno excelente, y tanto en la escuela —me lo confirmó en aquellos años una maestra suya— como en el conservatorio —lo supe igualmente de oídas—, donde estudiaba trompa, el instrumento con el que acabaría obteniendo el título de «Profesor Superior» y convirtiéndose con el tiempo en un profesional de la música como la copa de un pino. 

 

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