Nos saludamos y, al tiempo que me quito el auricular izquierdo y bajo el volumen de la música en el móvil, le digo que voy disfrutando de la obertura de Tannhäuser, de Richard Wagner, interpretada por la Orquesta Sinfónica de Chicago bajo la batuta de Georg Solti, una música estimulante, maravillosa, terapéutica, que me proporciona energía y anima mi caminar.
Bastante eufórico, le cuento que llevo una mañana —ya casi un par de horas— muy atractiva musicalmente, pues antes de esta obra he escuchado, del mismo autor, la «Cabalgata de las valquirias», de La valquiria, y antes, algunas otras de Vivaldi; y todo ello, le digo, después de una emisión de radio dedicada exclusivamente a Mozart, un programa epistolar, bien apoyado en la correspondencia del compositor, la de su padre, su hermana…
Por último, le traslado que vengo pensando (y que esto es algo que me viene a la cabeza de vez en cuando) en el tamaño que podría haber alcanzado la obra de Mozart si hubiera llegado a vivir treinta o cuarenta años más, sin olvidar, claro, la calidad de la misma, que también habría continuado en aumento en paralelo a la cantidad.
Jesús me contesta que recuerda perfectamente una charla que tuvimos ambos en mi casa, una conversación que mantuvimos hace ya treinta y cinco años pero de la que se acuerda al detalle: de cómo estábamos sentados en mi estudio, de la ubicación del piano, de la de los libros detrás de mí…, un diálogo en el que le confesé —cree que respondiendo a una pregunta suya— que yo tenía entonces la misma edad que había alcanzado Mozart antes de morir —treinta y cinco años— y que veía mi vida como un despilfarro si la comparaba con la del genio del clasicismo (recuérdese su obra: más de seiscientas composiciones, entre las cuales figuran muchas de las cumbres de la historia de la música).
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