Es inevitable un cada vez mayor grado de decrepitud según va pasando —ahora irrefrenablemente rápido— el tiempo, ese elemento —magnitud física dice el diccionario— tan importante y difícil de aprehender y utilizar con racionalidad. Y esto lo aprecias cuando observas, además de tus distintos achaques más o menos serios, las cada vez más abundantes manchas de tu piel, tus carnes día a día menos tersas —ya visiblemente rugosas algunas—, el pelo cada vez más cano, escaso y claro…; y también lo notas, aunque parece que por ahora menos, en el descenso paulatino de tus facultades mentales, de las que andas temiendo su pronto paso a dificultades: no sabes cuándo, no sabes cómo, no sabes en qué medida, pero… lo sabes.
Y piensas que algunos de estos signos de decrepitud tienen solución, o arreglo, atenuante por lo menos, pero crees que es mejor, más digno, más elegante… sobrellevarlos, esos y otros que seguro vendrán más pronto que tarde, y aguantar el tipo con la máxima estoicidad posible para ti, abonico, o en silencio si puede ser, y/o, en todo caso, con humor.
AHÍ, EN TU ROSTRO
De la forma más natural,
como quien se descubre
las primeras canas,
un día
te miras al espejo y te das cuenta
de que la fiesta
se ha terminado para ti,
de que ya no hay sonrisa
improvisada que valga
capaz de camuflar semejante desastre,
de que, sencillamente, amigo,
la vida —sí, la vida—
te ha pasado por encima,
y tú sin enterarte.
Un día,
cualquier día, te das cuenta de todo
—de la trampa, del fraude—,
lo ves escrito ahí, en tu rostro,
pero ya es tarde.
Iribarren, Karmelo C.:
Poesía completa, Madrid,
Visor, 2019,
pág. 192.
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