Ya pasada la hora de la merienda, una tarde de hace unos cuantos años voy callejeando por el pueblo buscando el encuentro «casual» con mis nietas, a las que supongo jugando en los columpios u otros artilugios del parque infantil de la Plaza de la salud (la de los pensionistas). Pretendo darles una sorpresa, pero no las veo allí, ni en los alrededores; entonces me dirijo a un corro de personas mayores que están sentadas en un banco de la plaza y en silletas de playa, les pregunto por las crías, pero como respuesta —inesperada— escucho a una señora, octogenaria ya, que me dice:
—¿Tú sabes quién soy yo?
—No —respondo despistado.
—Pues yo te enseñé a andar.
—¿?
—Sí, y entonces tu madre me regaló una peineta para el pelo, una de aquellas que tenía para vender en la tienda.
Y como si la voz de la mujer actuara de resorte recordatorio, vuelven a mi memoria tras muchos años en el olvido las imágenes de aquellas bonitas peinetas de concha, con reflejos negros, marrones, amarillos… que cuando era niño tanto llamaban mi atención desde unos cajones grandes del mostrador más pequeño de los dos que había en la tienda de mi padre. Allí estaban las peinetas, revueltas con peines, con gafas de sol, con mecheros, con puntillas, con cintas, y cremalleras, y gomas elásticas… todos ellos productos que, unos más y otros menos, se vendían en la tienda por entonces.
Las peinetas a las que me refiero eran como peines curvos, cortos —de unos ocho o diez centímetros a lo sumo—, que utilizaban algunas mujeres en aquellos años (supongo ahora que no todas podrían permitirse el lujo) para sujetarse el pelo y como adorno: por los lados de la cabeza, por arriba, en el moño… Y recuerdo, incluso con detalles, cómo se las colocaban: cómo cogían la peineta con las puntas de los dedos de una mano mientras que con la otra sujetaban el pelo, cómo clavaban un poquito sus púas entre los cabellos, y cómo la arrastraban en la dirección deseada, normalmente de delante hacia atrás, con cierto grado de inclinación y la adherían a la cabeza, quedando a la vista, como bello ornamento, solo el brillante borde de la misma.
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